Hay silencios que delatan más que las palabras. En las últimas horas, tras el reportaje de la agencia Reuters que reveló la cancelación de visas a más de cincuenta políticos mexicanos, la clase gobernante ha enmudecido. Nadie habla, pero todos saben. Nadie se da por aludido, pero hay miradas nerviosas, teléfonos apagados y reuniones urgentes a puerta cerrada.
El golpe vino de donde más duele: de Washington. Según la agencia británica, el gobierno de Estados Unidos revocó las visas como parte de una nueva ofensiva contra los presuntos nexos del poder político con el crimen organizado. No se trata de un gesto diplomático, sino de un mensaje. Un aviso claro y directo: la paciencia del vecino del norte se agotó.
La presidenta, Claudia Sheinbaum, intentó tomar distancia diciendo que su gobierno no tiene información sobre quiénes fueron los afectados. Y es cierto: Washington no comparte esas listas. Las notificaciones llegan de manera personal, sin explicación ni protocolo. Simplemente, la visa deja de existir.
Pero en cada rincón del país, los políticos con pasaporte en mano se preguntan si también están en la lista negra. Y aunque nadie lo confiesa, el temor flota en el aire como un olor a pólvora después del disparo.
En Tamaulipas, los casos conocidos hasta ahora encendieron las alarmas. El exalcalde de Matamoros y actual diputado federal, Mario Alberto “La Borrega” López Hernández, fue retenido durante casi doce horas en el Puente Internacional de Brownsville. Las autoridades estadounidenses revisaron su historial, le hicieron preguntas incómodas y, al final lo despojaron de su visa.
Algo similar ocurrió con el actual alcalde morenista de Matamoros, Alberto Granados Favila. En abril pasado, también fue detenido en revisión migratoria y —aunque él lo niega con insistencia— no ha vuelto a cruzar a territorio estadounidense desde entonces porque le quitaron su visa. Su silencio lo dice todo.
No son los únicos. Le sucedió lo mismo a Marina del Pilar, gobernadora de Baja California, y a su esposo, Carlos Torres. También a Héctor Astudillo, exgobernador de Guerrero; Sonia Villarreal Pérez, subsecretaria de Gobierno de Coahuila; Juan Francisco Gim, alcalde de Nogales, y Luis Samuel Guerrero, esposo de la alcaldesa de Mexicali.
El punto es que, ya no abundan las fotos de políticos pasando el fin de semana en McAllen. La frontera, esa extensión natural del poder político y económico del noreste, se convirtió de pronto en un muro invisible que algunos ya no pueden cruzar.
Lo que se respira es una mezcla de miedo y desconcierto. Miedo, porque nadie sabe cuántos nombres más aparecerán; desconcierto, porque la medida no parece arbitraria ni improvisada. Todo indica que el gobierno de Estados Unidos ha estado reuniendo información desde hace tiempo, siguiendo pistas, rastreando movimientos financieros y contactos.
Y si algo hay que reconocerle a los estadounidenses, es su puntualidad quirúrgica cuando deciden actuar. No lanzan golpes al aire: preparan expedientes, documentan, esperan el momento oportuno y entonces dejan caer el peso de su justicia, o al menos de su política exterior.
Mientras tanto, en México, las reacciones son de manual: negar, minimizar, distraer. Pero en privado, muchos funcionarios revisan con urgencia sus papeles, buscan abogados migratorios y tratan de entender en qué momento pasaron de ser aliados a sospechosos.
Esta crisis diplomática tiene un trasfondo mucho más profundo que la simple revocación de visas. Representa una quiebra de confianza. Washington parece haber perdido la fe en la capacidad del gobierno mexicano para separar la política de las redes criminales. Y eso, más allá del escándalo, es un diagnóstico demoledor.
Que la mayoría de los afectados pertenezca a Morena, el partido en el poder, añade un componente político de alto voltaje. No porque los demás partidos estén libres de pecado, sino porque el castigo llega justo en el momento en que el oficialismo presume pureza moral y superioridad ética.
Más allá de los nombres, lo que inquieta es lo que viene. Reuters sugiere que esta es apenas la primera fase de una estrategia más amplia. Los organismos de inteligencia estadounidenses podrían estar preparando un golpe mayor, uno que exhiba con nombres y pruebas los vínculos entre política y crimen organizado.
Si eso ocurre, el temblor político será mayúsculo. Porque esta vez no habrá discursos patrióticos ni culpas que repartir. Estados Unidos no avisa dos veces.
Mientras tanto, en las oficinas de gobierno reina la discreción forzada. Algunos callan por prudencia, otros por miedo. Los más optimistas confían en que se trate solo de una medida temporal. Los más lúcidos saben que no hay marcha atrás cuando el águila del norte fija la vista en su presa.
La frontera, símbolo de comercio y oportunidad, se ha convertido en una línea de fuego para la clase política mexicana. Cruzarla ya no depende del pasaporte, sino del pasado de cada quien. Y en un país donde la política y la sospecha viajan siempre juntas, esa es una condena silenciosa.
ASI ANDAN LAS COSAS.