La R-Evolución…

Rodrigo Pérez


Vivió liviano.
El que entendió que lo mejor de la vida no tiene precio.

Nunca se le vio apurado, tampoco presumiendo lo que compraba, su rostro reflejaba
tranquilidad, pues aquel ser tenía algo que todos querían, paz interior, armonía con
todo lo que le rodeaba, calma en la mirada, una especie de plenitud difícil de describir.
Tenía una palabra justa para cada quien. Escuchaba más de lo que hablaba. Caminaba
despacio, pero con paso firme. Y si alguien le preguntaba cómo estaba no respondía
con prisa ni por cortesía. Decía: “Estoy agradecido.”
Compraba lo necesario, no por tacañería, sino porque entendía que lo esencial nunca
ha sido material.
Lo que más llamaba la atención de él era su manera de relacionarse con la vida: con
gratitud, con sencillez, con intención. Decía que cuidar el alma era tan importante como
cuidar la cartera. Que la prevención no solo era revisar las llantas antes de un viaje,
sino también revisar el corazón y atender la razón antes de tomar decisiones.
Y aunque alguna vez se permitió un gusto o se compró algo bonito —porque también
entendía que eso forma parte de la alegría—, nunca confundió el valor de las cosas
con el valor de la vida.
Él sabía que el dinero sirve, pero no salva, que se necesita, pero no se adora. Que es
un medio, no un fin. Sabía lo que nos han dicho los sabios de todos los tiempos: que el
alma es el mayor tesoro. Y por eso se esmeraba más en su paz interior que en su
cuenta bancaria.
No tenía “graneros grandes”, como decía Jesús en aquella parábola. Sus bienes no
estaban encerrados en bóvedas, sino en los recuerdos que había sembrado, en las
relaciones que había cultivado, en el tiempo que había dado a quienes amaba. Tenía
riquezas, pero su mayor fortuna era la vida y vivía liviano si cargar rencores, maldad o
ambiciones desmedidas. Su mayor ambición era tener vida y sabiduría para saberla
disfrutar, darles valor a las cosas en su justa medianía, amar y ser amado.
En una época donde muchos compran lo que no necesitan con dinero que no tienen. Él
entendió que prevenir también es no dejarse atrapar por la trampa del consumo. Que lo
más costoso es perderse uno mismo tratando de aparentar.
¿A quién nos referimos? Es a ti y a todos los que entendieron el verdadero significado
de la vida.
Tú, que entiendes que la verdadera prevención también es espiritual.

Tú, que después de un tiempo de buscar fuera, empiezas a encontrar dentro.
Tú, que estás construyendo algo más valioso que patrimonio: una vida con sentido.
Y si aún estás en el camino, no importa, lo esencial no es llegar primero, sino llegar
despierto.
Porque el que entendió que lo mejor de la vida no tiene precio… fue el que se volvió
rico en lo que no se puede comprar.
Hoy más que nunca, en este regreso a clases, al trabajo, a la rutina, necesitamos
volver al corazón sin descuidar la razón. A lo simple. A lo esencial. Enseñar a nuestras
hijas e hijos, hermanos y hermanas, madres y padres, que hay cosas que no vienen en
una bolsa ni se compran con tarjeta. Que el amor, el tiempo en familia, una comida
compartida, una conversación honesta, son regalos que no generan deuda, pero sí una
riqueza que jamás se pierde.
Prevenir también es aprender a vivir livianos, a soltar lo que no nutre, a no dejar que el
clóset esté más lleno que el alma. Porque cuando lo importante está en su lugar, todo
lo demás encuentra equilibrio.
Que este mes nos sirva para reordenar no solo nuestros gastos, sino nuestras
prioridades. Que no nos falte lo básico, pero, sobre todo, que no nos falte lo sagrado.