Rutinas y quimeras
Clara García Sáenz
Caminamos desde lo más recóndito del centro universitario hasta la clínica del Seguro
Social, ahí en medio del camellón atravesados en el retorno, estaban dos microbuses,
uno color verde y otro amarillo que habían armado un caos vehicular; porque para
ganarse pasajeros ninguno de los dos se movía del lugar obstruyendo el paso de los
vehículos que transitaban por la avenida y ocasionaron la sonadora cláxones que no
lograban inmutar en lo más mínimo a los choferes que con sus unidades cerraban la
circulación y a sus ayudantes que gritaban cual merolicos el destino a donde se
dirigían.
En medio de aquel caos vial nos subimos al microbús amarillo porque era el que
iba al boulevard -y nos dejaba cerca de la parada del que nos llevaría a casa- entre
gritos de “bulevar, central” y el ruido intenso de los cláxones, nos sentamos donde
pudimos soportando la música en alto volumen que el chofer llevaba y empecé a
recorrer con mi vista el interior, las ventanas incompletas, los asientos rotos, la lámina
del piso con orificios.
Cuando finalmente arrancó, empezó la aventura, aquel cacharro avanzó a gran
velocidad lo que hizo que todos los pasajeros, tanto los que estábamos sentados como
los que iban parados hiciéramos peripecias para no caernos por el arrancón, debido a
que los asientos estaba colocados de forma lateral y no de frente; pero de pronto frenó
en el semáforo y los que íbamos hacia delante nos fuimos violentamente hacia atrás;
volvió a arrancar con la luz verde y me empecé a sentirme como en un juego mecánico
de la feria de mi pueblo, aquellos que en los años 70 eran inseguros, violentos, viejos y
nada divertidos porque lo único que hacían eran marearme o salirme disparada del
lugar en donde me colocaba.
Bajó la loma a gran velocidad entre frenadas violentas, en momentos me parecía
que había perdido el control porque la caja de velocidades tronaba o se forzaba
haciendo ruidos desagradables.
Finalmente llegamos al boulevard y cruzamos la acera para subir al microbús
que nos llevaría a casa, poco o nada fue distinto, música a todo volumen, un manejo
kamikaze, tenía las ventanas con vidrios ahumados y casi todas cerradas provocando
sofoco por la oscuridad y el encierro, además de tener la sensación de que en
cualquier momento aquel cacharro se iba a desbaratar en mil pedazos porque le
sonaban todas las láminas y vibraban todas las ventanas.
Lo único agradable fue saludar a varios vecinos que también iban rumbo a casa,
eso me dio un poco de seguridad, tal vez porque pensaba que si nos pasaba algo no
quedaríamos en la desnuda soledad urbana como desconocidos.
Cuando finalmente llegamos, me di cuenta de que había valido la pena la
aventura y que lejos de poner a prueba la humildad puse a prueba mi valor. Recordé
las indignas “peseras” de los años 90, cuando teníamos que viajar por la ciudad
agachados en aquellas diminutas unidades donde los asientos eran burdas tablas y
que quienes no alcanzaban lugar sentados, se iba agachados poniendo el culo en la
cara del afortunado que le había tocado sentado.
Recordé también como después de una crisis del transporte público donde los
concesionarios pararon las unidades para evitar la modernización; el gobernador de
entonces Manuel Cavazos Lerma introdujo los microbuses, que fueron para quienes
usábamos trasportes urbanos una verdadera experiencia placentera de viaje donde
nuestra dignidad como ciudadanos de a pie nos fue devuelta.
Sin embargo, nadie, ningún gobernador después de Cavazos Lerma volvió a
preocuparse por el asunto, sufriendo un terrible deterioro hasta llegar a esta situación
que es escandalosa; sin embargo, queda claro que mientras los funcionarios anden en
camionetas de lujo nunca sabrán el verdadero terror y el peligro en el que viven
diariamente los usuarios del transporte público.
La deplorable situación en la que se encuentra muestra que, además de no
haber voluntad política, la nula calidad del servicio provoca un alto número del parque
vehicular en la ciudad, lo que da como resultado más tráfico, mas contaminación, más
deterioro de la carpeta asfáltica, más accidentes viales, etc.
El estado del trasporte público, no solo en Ciudad Victoria, sino en todas las
ciudades de Tamaulipas es un problema que merece una atención prioritaria del
gobierno estatal, porque más allá de las mafias de los concesionarios, su abandono
desencadena problemas ambientales, de tránsito, de salud física y emocional además
debemos recordar que la dignidad es un asunto central de la trasformación que está en
marcha y esta hace mucha falta en la prestación del servicio del trasporte público.
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