Reflector/ Gilda R. Terán.

Tal pareciera que las redes sociales, fuera como tierra fértil para la vanidad y la soberbia, ya
que que alardear los hace sentirse poderosos, ya que muchos viven en la jaula de las
apariencias.
Algunos viven posando como maniquíes en un escaparate, alimentando y creciendo con
fuerza la vanidad, sin embargo, esta tendencia delata nuestras carencias emocionales,
anhelamos que nos quieran tal como somos, pero no mostramos nuestro verdadero rostro
por miedo al rechazo, y a menudo vivimos en la cárcel de lo que piensan las personas de
nuestro entorno, acechados por el fantasma de la eterna comparación.
Hay muchas personas que necesitan alardear de sus cualidades y presumir de sus triunfos y
casi siempre viven pendientes de exhibir sus méritos y, si es posible, adquirir un escalón
por encima de los demás.
Y es que para ellos su alimento emocional son los aplausos y el reconocimiento externo, sin
embargo, como no es oro todo lo que reluce, en su interior esos seres humanos podrían
tener un gran problema con sus símbolos de identidad.
En la vida real, estos individuos presumen mucho de sus logros y competencias necesitan
llenar un vacío existencial, sus alardes son una estrategia compensatoria para compensar
simbólicamente su identidad, llenando la parte que les falta.
Para ellos estos símbolos, son aquellas características con las que se sienten definidos y
además reconocidos, ejemplos como el ser músico, investigador, profesor, magnates,
figuras públicas, para ser reconocidos por la sociedad y estas etiquetas les da seguridad para
una falsa imagen de ellos mismos.
Y la ausencia de estas, les conduce a la exageración del “yo”, es decir un “narcisista”, el
cual tratara de inflar su ego, para sentirse reconocido en algún grupo social, o es más hasta
la aceptación de sí mismo es un grave problema que le fragiliza entumeciendo su vacío
existencial.
La psicología indica; que las personas que se sienten completas y seguras de sí mismas no
necesitan presumir constantemente de sus logros y cualidades porque les basta el
reconocimiento interno, no necesitan que se les aplaudan para apuntalar su “yo”.
Ya que si cuentan con una gran experiencia en una actividad, por ejemplo, no llaman
infinitamente la atención de los demás sobre sus características o competencias; dicha

persona llevará a cabo sus tareas cotidianas en una atmósfera de modestia y sin
pretensiones.
A decir verdad, las personas con espíritu narcisista, sufren en demasía, ya que como
alardean mucho no están dispuestas a tolerar “insuficiencias” en las dimensiones
importantes de su autodefinición.
Casi siempre suelen ser impacientes con respecto a la definición del yo, cuando sienten que
se han quedado cortas en alguna de las áreas de su identidad, en vez de trabajar en ellas
para irlas mejorando, simplemente recurren a otras falsa estrategias para cubrir la parte que
falta o exageran sus logros y cualidades para lograr el reconocimiento que creen merecer.
Por supuesto, no podemos negar que el entorno en el que nos desenvolvemos genera una
presión social para que nos presentemos de la mejor manera posible y poder obtener así la
aprobación y el respeto que necesitamos para vivir en sociedad.
Sin embargo, la apariencia, sin esencia, es una cáscara vacía, una fachada que antes o
después caerá, y la verdad quienes viven demasiado pendientes de dejar claro sus méritos
tendrá que pagar un precio muy alto ya que se convertirán en esclavos de su propio disfraz.
Consideremos que la vanidad, para algunos es como una religión y al parecer con muchos
fieles, los hay de distintas edades, razas y condiciones sociales, pero tienen una
característica común: todos llevan máscara.
Sacrifican sus verdaderos rostros en el altar de la apariencia para conseguir la admiración,
valoración y respeto de su entorno, apuestan por el culto a la personalidad como camino
hacia el éxito y la felicidad.
De ahí que necesiten alardear de sus cualidades y presumir de sus triunfos, sin embargo,
quienes viven demasiado pendientes de dejar claro el propio mérito en todo lo que hacen
suelen pagar un precio muy alto, ya que dependerán solo de lo que quieren aparentar.
Se vuelven adictos a la mentira y su naturaleza manipuladora, los aísla de la realidad
creciendo sin control su vanidad ya que para ellos vivir al son de los halagos, que generan
una satisfacción tan inmediata como efímera.
Y solo buscan su alimento emocional en los aplausos, sin atreverse a cuestionar si ésa es la
fuente de la verdadera felicidad, se vuelven seres dependientes de una máscara ficticia, la
que les impide ser aceptados y valorados por lo que realmente son.
Y esa dolorosa realidad los sumerge en una perenne sensación de malestar, que tratamos de
obviar centrándonos aún más en la perfección de nuestro disfraz.

Y eso tiene mucho que ver, porque vivimos en una sociedad que ensalza un determinado
ideal de belleza, que promulga unas maneras de actuar y comportarse muy concretas y que
propone una todavía más ajustada definición de éxito
“dime de que presumes, y te diré de que careces”.
Nos vemos hasta la próxima.
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