Así lo es…

Por: Grecia Desirée Díaz Chagoya.-

 

Maestra Clara.

Aunque no soy nada fan de las cursilerías y sé que usted tampoco lo es, debo empezar diciéndole que mi trayecto en la universidad no hubiese sido lo mismo sin usted. Llegué como una niña pequeña que estaba en la última etapa de su adolescencia, pero me gusta pensar que hoy soy una joven adulto de fuertes convicciones, la cual hará hasta lo imposible para cumplir sus sueños. Lo malo de ser una mujer adolescente que ingresa a la universidad, es que muy pocas personas creen en ti; suelen creer que no tenemos nada que ofrecerle al mundo y que nos falta mucha madurez para comprender las cosas. Muy pocos adultos se detienen a recordarse a sí mismos cuando eran más jóvenes; tal vez es el remordimiento de conciencia o el querer sepultar los acontecimientos penosos del pasado, pero ahí estuvo usted para hacer la diferencia y hacerme sentir que no estaba sola, que en este mundo hay más criaturas locas, fuera de lo normal –como nosotras–.

Me hizo entender que todas las preguntas son válidas y que conforme uno va descubriendo las respuestas, hay más cosas que preguntar. Con sus clases y con la pasión que les imprime, empecé a sentirme parte de esa historia que había leído en los libros de texto y que las películas me habían hecho creer que era mera ficción. Le di sentido al paisaje, a los edificios de mi ciudad, a su comida y a toda su gente. Me devolvió la fe en la humanidad cuando creí haberla perdido por completo; me enseñó películas nuevas, libros, música y la temperatura adecuada para tomar vino tinto. Pero sobre todo, me devolvió la fe en mí misma y me enseñó que para alcanzar mis sueños, por más descabellados que sean, hay que trabajar hasta el cansancio y no darse por vencido nunca, porque no importan todas las adversidades que vengan, todo eso nos fortalece y nos hace tener una nueva visión del mundo en el que estamos.

Hoy –y siempre – le estaré agradecida por las veces en las que me permitió llegar a su oficina en busca de un consejo o un abrazo, por las veces que me hizo reír cuando más lo necesitaba y por hacer la hora de comida en la escuela un espacio y un momento de compañía y libertad.

Se lo he dicho en repetidas ocasiones: quisiera llevarla conmigo a la maestría y al resto de mis aventuras. Pero no se debe únicamente a que sé que la extrañaré montones, también es porque estoy segura de que jamás dejaría de aprender cosas de usted, y me gustaría que otras personas descubrieran el mundo a través de sus historias. Jamás olvidaré el primer día de clases, cuando llegó al salón con ese porte duro y esa cara de pocos amigos. Todos le tuvimos miedo y algunos tragamos saliva más de una vez porque no teníamos idea de lo que nos esperaba. Le mentiría si le digo que recuerdo el momento exacto en que la empecé a ver con otros ojos, pero creo que lo más atinado es decirle que después de esas capaz de rudeza y de comentarios sarcásticos, se encuentra una persona hospitalaria, amable, atenta, y con los oídos y el corazón bien abiertos para escuchar historias largas o breves; historias incoherentes, de amor, de corazones rotos y lastimados, otras tantas que tienen que ver con el mundo y las cosas atroces que hay en él, pero además, para mí –además de ser una madre académica– ha sido una amiga irremplazable que sé que no encontraré en ningún otro mundo.

Espero que tengamos muchas historias, viajes y pasiones más que compartir, y que cuando el momento llegue, mis alumnos –y futuras víctimas– vean en mí la figura que yo he visto en usted.