Por: Adán Echeverría.-

Niego el conocimiento y la voluntad de ser

si nos lleva a donde nos trajo.

Juan José Arreola

Leer El guardagujas es dejarse sorprender, quedarse boquiabierto, exagerarse las ojeras, abrirse completito al timo, maravillarse por el ingenio y mucho más. Este cuento de Arreola no puede uno dejar de degustarlo las veces que se detenga a leerlo; se puede desarmar y escoger su parte mejor, y armarlo de nuevo, y esa que uno creía la parte mejor, lo ha vuelto a engañar.

Un hombre en una estación con un boleto dispuesto a abordar el tren que, como todos supondríamos, lo debe llevar a su destino, y se desata la magia:

El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo.

La forma que Arreola tiene de escoger las palabras para redondear las ideas, el ritmo que le imprime. Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave… Y cierto o no, uno participa de ese apenas perceptible sonido de la palmada suave. Puede escucharse, se nota el cambio en la narración, como si el autor susurrara las palabras, para volver a decir: Al volverse, el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Nótese que no de “aspecto”, sino de “vago aspecto”. Si el adjetivo no funciona mata, dicen por ahí, pero Arreola utiliza las palabras como un gran artesano.

Para crearse una opinión acerca de una lectura intervienen al menos tres cosas: el conocimiento del lector acerca del texto a leerse (es decir, leo porque me lo han recomendado), el momento de la lectura (el tiempo biológico en el que el lector lee el texto) y las intenciones del lector (por qué se lee). Arreola logra encandilar a cualquier lector que se acerque a su cuento, de ahí que se tengan muchos acercamientos a El Guardagujas. Leyendo El Rey Viejo de Fernando Benítez, ambientada en 1920 (hace ya cien años), me encontré con este apunte: “En estos locos trenes mexicanos, que no se sabe nunca cuándo salen ni cuándo llegan, las despedidas son agobiantes”. ¿Acaso un guiño a El Guardagujas? Dejemos a los críticos ponerse de acuerdo, y hagámoslos a un lado para centrarnos en el disfrute pleno del cuento, lo que puede despertar en nosotros.

Y es que al menos yo, leo de acuerdo con las influencias del momento, y cómo no reconocerme ante El Guardagujas si crecí cerca de la Ex Estación de Ferrocarriles en Mérida, la de Yucatán; y me pasé muchas tardes correteando palomas, iguanos, zarigüeyas entre los vagones. ¿Acaso compañeros del barrio no estudiaban con niños cuyas viviendas eran vagones adaptados para ello? ¿Acaso no supimos de chiquillas que se dejaban manosear cerca de esos vagones y rieles? ¿No es cierto que todo alumno de los talleres de fotografía que impartía el maestro Humberto Suaste (qepd) en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Autónoma de Yucatán, no se creyó un innovador al ir a retratar la desnudez de aventadas jovencitas que hacían sus pininos de modelaje-vanidad, en los vagones y rieles, ahí en la abandonada estación del ferrocarril?

Si a eso le sumamos la ocasión que me tocó viajar en tren hasta Tizimín, en el oriente del estado de Yucatán, para hacer una bicicleteada a través de esa hermosa región del estado; el plan era llegar a esa ciudad de Yucatán, y recorrer en bici hasta el puerto de Río Lagartos, luego pedalear hasta El Cuyo, luego a Colonia Yucatán y regresar a Tizimín; y el traqueteo del tren fue, en esos ayeres, la aventura.

Esos patios llenos de chapopote son ahora una Escuela Superior de Arte de Yucatán donde se imparten licenciaturas en artes visuales. Pero hubo una época en que el ferrocarril en Yucatán era todo un espectáculo del avance de la ciudad. Muchos viajeros, como los del cuento de Arreola, se quedaron a dormir en las posadas frente a la estación. Y miraban hacia el horizonte como se extendían los rieles. Así, en cada poblado donde el tren pasaba, las historias se iban repitiendo, y es cuando el cuento nos hace sentirnos patria, humanidad, ya que la construcción del ferrocarril a lo largo se llevó a cabo por muchos hombres con historias rudas de vida, que en ocasiones escapaban de la ley.

Todo eso viene a la memoria cada que leo el cuento de Arrerola, pero hay mucho más, porque uno disfruta, sonríe, se alegra, se sorprende, se enoja, se desespera con el destino del forastero.

Y es que, quizá desde 2000, muchos nos hemos sentimos forasteros en nuestra patria. Recordemos que Vicente Fox aplaudió la migración de los campesinos mexicanos hacia el norte (siempre hacia el norte). Y así como el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudentemente, al encuentro del tren, así es como cada uno de nosotros tenemos que luchar por mantenernos atentos para no perder el tren que nos corresponde, y no se trata de escoger nuestro vagón, sino de abordarlo a cómo de lugar o nos quedamos de pie en la estación, rumiando el tiempo.

Ahora, en ese viaje hacia el norte, viviendo en Matamoros, Tamaulipas, me tocó impartir clase en el Instituto Regional de Bellas Artes de Matamoros (IRBAM) en las cercanías del Museo del Ferrocarril, y pude disfrutar que mi hijo Dante (de tres años de edad) se subiera a una de esas locomotoras de aquellas épocas.

En noviembre de 2020 logré participar en un Campamento Literario en Otinapa, Durango, y fui a la estación de autobuses (la central camionera), con mi reservación hecha para viajar a Monterrey. Al preguntar en la ventanilla para que me impriman mi boleto, el encargado me dice: “Ese autobús nunca pasa por acá. Bueno, a veces pasa, pero no siempre. Es más, uno nunca sabe cuándo va a pasar por acá.” Ante tal respuesta miré a mi esposa que igual que yo estaba atónita. Les juro que me sentí dentro del cuento del maestro Arreola.