El Fogón…

Por: José Ángel Solorio Martínez.-

Eduviges –puede ser Juana, Luisa, Petra, Yolanda u Olivia–, camina todos los días y a todas horas, con una muñeca entre sus brazos por entre las calles y brechas de un ejido de la frontera tamaulipeca. Astrosas ambas; con la mirada triste, desolada las dos. El juguete, ha perdido sus párpados, quizá de tanta lágrima derramada por su protectora; lleva una mirada atónita, como quien no puede creer el brutal mundo que le tocó vivir.
Ella, cuando habla con el inerte ser de plástico –o más bien, cuando ella cree en su delirante mundo que platica con ella– le dice Mijita. María sobrevive de la conmiseración de la comunidad; su permanente acompañante, de una teterita de polietileno bebe agua que ella recolecta de las acequias que rodean las milpas –de nuevo: ella cree, que Mijita, toma el agua–.
La trashumante señora, tiene una cabellera larga, cana, que de lejos parece más blanca por el efecto del hervidero de liendres que caminan entre sus trenzas. Mijita, ha perdido todo su cabello en el eterno caminar de Eduviges.
Todos saben por qué perdió la razón.
Por lo mismo, todo el ejido la protege y la cuida.
–¡Pobre criatura!–me dijo un ejidatario que contó su historia.
Un maldito día, su esposo tuvo un problema con un mecánico que le cobró sin haber reparado correctamente su tractor. “Ahorita vengo”, dijo a Eduviges. “¡Voy a reclamarle a ese cabrón!”.
El responsable del taller, respondió con cinismo a la queja de Evaristo. Se hicieron de palabras. Y de ahí pasaron a los puños. El quejoso, recibió un golpe sobre el brazo derecho con una llave perica. Tras forcejeos, el inconforme, se hizo de la herramienta y dio una golpiza a su adversario.
Malo el asunto.
Al otro día, dos camionetas doble cabina con ocho hombres, llegaron a  su casa. Andaba en la parcela. Lo esperaron pacientemente casi medio día. Cuando llegó, los visitantes AK-45 en manos, lo golpearon. Tratando de huir de la madriza, encontró la puerta de su casa; ahí estaban su hijo de ocho años y su esposa.
A los sujetos les valió madre.
Siguieron madreando a Evaristo con un odio atroz.
La esposa del agredido, alcanzó a abrazar a su hijo e intentó huir. El niño se soltó de sus manos y corrió al lado de su sangrante y dolorido padre. Ella, por instinto aprovechando la concentración de los golpeadores en su esposo, para protegerse se metió a un ropero de dos lunas.
El que parecía ser el jefe, sacó de su cintura una pistola escuadra y le disparó toda la carga a Evaristo. El niño, mudo por los hechos, o quizá por la imagen de su inerte y despedazado padre –luego de los balazos, uno de los acompañantes tomó un machete de Evaristo y lo decapitó de varios golpes– quedó al lado de lo que había sido su padre.
El tejaban, se llenó del olor dulzón de la sangre.
Eduviges, desde una rendija en el ropero vio todo.
Muy probablemente por su instinto de sobrevivencia, permaneció encerrada en el mueble. Sabía que podía correr la misma suerte de su hijo y de su marido. Ella debía cuidar otra vida: estaba embarazada.
El comandante de la banda, vio fríamente al infante sobreviviente. Le disparó en tres ocasiones. El niño, al lado de su padre gritaba y lloraba dramáticamente. El jefe del grupo, dijo al que traía el machete en la mano:
–¡Mátalo!
El sicario de un tajo separó la cabeza del cuerpo del pequeño.
Eduviges, sintió un piquete en el corazón, en la oscuridad del ropero.
Fue todo.
No volvió a sentir nada,
Lo que se dice nada.
Semanas después, Eduviges apareció en el ejido cargando su muñeco.
Se dice que alguna alma ventajosa, insensible y culera, la llevó a la partera y se quedó con su hijo.
Desde entonces, esos dos seres, como espíritus buscando acomodo, caminan en las polvorientas veredas del ejido sin sentir hambre ni sed.