Por: Ricardo Hernández

Sobre el oscuro valle caía una lluvia menuda e incesante, espesas gotas de agua se fueron formando sobre el techo de la casa de madera escurriendo y golpeando la tierra mojada: plas, plas, plas, plas. En medio del silencio la ventana chirrió de pronto. Después de unos segundos volvió a chirriar como si se tratara de un juego entre el viento y la ventana.

Ninguna veladora estaba encendida, porque de lo contrario, por medio de las llamas, se vería el serpenteo proyectado en las paredes por medio de formas caprichosas.

El viento frío y húmedo le llegó hasta el rostro a Saida Sofía lo cual provocó que se despertara enseguida. La ventana se movió una vez más, aunque muy lentamente. Saida Sofía se levantó de la cama para buscar una caja de cerillos y poder encender dos veladoras por medio de las cuales se pudiera iluminar la mayor parte del interior de la casa.

“¿Qué hora será?”, se preguntó.

El sueño ya se le había extraviado en algún lugar del bosque. Las gotas en su eterno plas, plas, plas, plas terminaron por abrir los ojos aceitunados de aquella inquieta jovencita.

“¡La radio!” -exclamó ella.

El aparato se encontraba sobre un desvencijado buró de madera, lo tomó y se lo llevó a la cama. Enseguida lo encendió sintonizando la estación donde se anunciaban los ‘Laboratorios Bayer’.

La voz varonil del locutor le hizo recordar a su padre. Cierto día le había preguntado: “Papá, ¿por qué siempre escuchas esa estación?”. Su padre contestó: “Porque me agrada escuchar la voz del locutor, hija, su voz me despierta”. Saida Sofía se concentró en la voz del locutor. La voz del hombre era varonil, motivadora, intensa.

Llegó a imaginar a un hombre alto, de espalda ancha, de peinado tipo militar; vestido de traje color verde con corbata amarilla.

“Ha de ser un hombre interesante”, pensó ella.

La chica colocó la radio a un costado. Se levantó de la cama y del cajón del buró sacó un periódico el cual con el paso del tiempo y debido al clima frío de la montaña, había cambiado su color original, ahora se veía de un amarillo ceniciento.

“¡Ya tengo dos años en el bosque!”, se sorprendió Saida Sofía, “¡Qué rápido se ha pasado el tiempo!”.

Oscar, el guardabosques, al bajar a la ciudad había recogido un encargo para ella. Se trataba de una carta. “Imagino que es de tu madre”, le dijo.

Cuando terminó de leer, pensó en regresar pronto a la ciudad. Se imaginó caminar por los pasillos de la universidad.

Entusiasmada por esos pensamientos, volvió la vista a las hojas del periódico que tenía entre las manos. Se visualizó como una periodista realizando entrevistas a gente importante. Tenía todo el talento para poder hacerlo, le gustaba hacer preguntas, era una mujer inquieta, inteligente, aparte le gustaba leer novelas.

El bosque era encantador, el clima de la montaña el que más le gustaba.

Saida Sofía se acercó a la ventana de madera, había dejado de llover y el día comenzaba a clarear. Ya se podían ver los árboles de pino. Del techo seguían cayendo gotas de agua, las últimas de la noche anterior.

¡Hasta pronto!