Por: Ricardo Hernández.-

Mi padre fue en vida un hombre alto, corpulento, de nariz aguileña, siempre anduvo peinado al estilo militar. Tuvo la costumbre en toda su vida de levantarse a las cuatro de la mañana, hora en que encendía la radio para comenzar a escuchar algunas canciones que me hacían imaginar a mujeres de cabello largo, tocando la guitarra. Al dar la cinco, se preparaba un café.

El aroma llegaba hasta donde me encontraba yo, acostado; aunque pensé en escribir la palabra ‘dormido’, pero cómo iba a estar dormido si me entraban las ganas de levantarme de la cama e ir junto a mi padre para que me invitara una taza de café. Mi padre siempre respetó mi sueño. De vez en cuando se acercaba hasta donde estaba yo, para preguntarme: “Chaparro, ¿quieres un café?”. A las seis de la mañana comenzaba a alistarse.

Mi madre fue una de esas mujeres que se preocupaban mucho porque las camisas y los pantalones tuvieran una raya perfecta, un planchado impecable. Por eso, cuando mi padre ya estaba listo para irse a su trabajo, me impresionaba ver a un hombre de espalda ancha, alto, nariz aguileña, con un pantalón y camisa de manga larga perfectamente planchados, ni qué decir de los zapatos que por lo general los comenzaba a bolear antes de meterse al baño.

Mi padre pocas veces se dejó crecer el bigote, y cuando lo hacía era en lo primero en que me fijaba; se veía un hombre misterioso.

En sus días de descanso, fuera entre semana o fin de semana, compraba el periódico local para leer las noticias nacionales e internacionales; se interesaba mucho por los desfiles militares, por los informes presidenciales; leía una que otra columna periodística local.

Recuerdo que en cierta ocasión me preguntó por el significado de una palabra que él desconocía; yo le respondí tontamente: “Estoy de vacaciones, se me olvidan las palabras, pero el diccionario se encuentra adentro de mi mochila”.

A mi padre no le gustaba investigar el diccionario. Ante cualquier duda lo que hacía era descomponer la palabra para saber de dónde provenía su raíz, de esa manera le daba un sentido. Mi madre había dicho en cierta ocasión: “Así nos enseñaron en aquellos tiempos”.

La última vez que vi a ese hombre imponente, de espalda ancha, nariz aguileña, peinado al estilo militar, de voz ronca, y de caminar firme, fue en el hospital, le besé la frente cuando se encontraba en una mesa grande, donde lo iban a preparar para su última despedida en la Tierra. Antes de morir, mi padre me regaló una máquina de escribir, era de la marca Remington. Me llegó a decir con voz pausada: “Te va a servir mucho”.

¡Hasta pronto!