Columna Opinión Económica y Educativa.

Dr. Jorge A. Lera Mejía
Especialista en políticas públicas y desigualdad educativa. SNII-2 SECIHTI.

La desigualdad educativa en México no es un fenómeno reciente ni accidental: es el resultado de una política pública que históricamente ha tratado a la educación como gasto administrativo y no como inversión social.

En la comparación internacional, la distancia es preocupante y reveladora. Mientras el promedio de los países de la OCDE destina alrededor de 12 mil dólares anuales por estudiante de primaria, México apenas invierte menos de 3 mil (Ver gráfica).

Esta diferencia no sólo marca una brecha contable: expresa un modelo de desarrollo desigual que condiciona las oportunidades de aprendizaje y de movilidad social.

El efecto más visible es la reproducción de las carencias estructurales dentro del propio sistema educativo. Con recursos limitados se sostienen escuelas sin infraestructura básica adecuada, plantillas magisteriales insuficientes o precarias, y un entorno escolar fragmentado que en muchas regiones opera sin agua potable, conectividad o servicios socioemocionales.

Esta precariedad no deriva de una falta de compromiso docente, sino de un marco institucional que normaliza la escasez.

Reducir esta discusión a un simple déficit presupuestal sería, sin embargo, insuficiente.

El problema es sistémico y se vincula con la lógica de asignación del gasto público, la descentralización educativa sin capacidades locales equivalentes y la persistencia de un modelo ideológico de política educativa que prioriza el control burocrático sobre la mejora continua.

La llamada Nueva Escuela Mexicana (NEM) ha intentado redefinir el enfoque pedagógico, pero lo ha hecho sin resolver el déficit estructural de recursos, gestión y evaluación.

Frente a este panorama, la evidencia comparada ofrece una lección clara: no hay equidad educativa sin financiamiento estable y eficiente.

Los países que han logrado reducir brechas estructurales han combinado tres ejes:

  1. Inversión progresiva y sostenida en educación básica y primera infancia.
  2. Fortalecimiento de la carrera docente, con formación continua y condiciones dignas.
  3. Políticas de equidad territorial, que asignen más recursos donde la desigualdad es mayor.

En el caso mexicano, avanzar hacia un sistema educativo equitativo requiere una política integral de fortalecimiento institucional. Esto implica crear un Fondo Nacional para la Equidad Educativa, reestructurar los criterios de asignación presupuestal para favorecer regiones con mayores rezagos y asegurar que la inversión educativa se entienda como motor de desarrollo regional y cohesión social.

Asimismo, es indispensable una reforma de gestión que despolitice la toma de decisiones y fomente la coordinación entre autoridades federales, estatales y locales. La medición de resultados, la transparencia en el gasto y la participación comunitaria deben ser principios rectores, no anexos administrativos.

Solo con una arquitectura institucional sólida es posible revertir el círculo vicioso entre pobreza, baja inversión y desigualdad educativa.

La brecha presupuestal de México frente a la OCDE no es un dato técnico: es un espejo de nuestras prioridades nacionales. Invertir en educación no es un lujo, sino la base moral y económica del desarrollo. Mientras el sistema educativo funcione con carencias estructurales, el país seguirá atrapado en la reproducción intergeneracional de la desigualdad.

El reto no es ideológico ni retórico: es de Estado…