Golpe a golpe

Por Juan Sánchez Mendoza

En los foros que se desarrollan en todo el país, para recoger propuestas en torno a la pretendida reforma electoral que habrá de discutirse en 2026 tras ser redactada por una comisión legislativa, el tema de los plurinominales es uno de los que han sido más comentados, pues por una parte garantizan la presencia de las minorías en el Congreso de la Unión y, por otro lado, se ha abusado políticamente con esas posiciones.

De ahí la petición de que desaparezcan o se reduzca su número, pero también hay que considerar que con los senadores y diputados de representación proporcional se le da al sistema legislativo un toque plural y democrático, por lo que resulta necesario indagar en el pasado para evitar conjeturas erróneas.

La apertura democrática en México (para legitimar toda manifestación de ideas y doctrinas a través de organismos políticos registrados), no se dio en agosto de 1990 –al ser expedido el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (COFIPE)–, como erróneamente lo advierten consejeros del Instituto Nacional Electoral (INE), sino durante el régimen presidencial de José López Portillo, al ser creada la Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales (LOPPE) –cuya  autoría se atribuye a Jesús Reyes Heroles–, que otorgó legalidad a las fuerzas políticas antes proscritas.

Hacia la segunda mitad de la década de los setentas, el mosaico político sólo contemplaba con registro oficial a los partidos Acción Nacional (PAN), Popular Socialista (PPS), Comunista Mexicano (PCM), Socialista de los Trabajadores (PST) y Revolucionario Institucional (PRI).

Pero con la LOPPE otras expresiones alcanzaron el grado de partidos nacionales como el Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y el Mexicano de los Trabajadores (PMT), al igual que en su oportunidad lo hiciera el Auténtico de la Revolución Mexicana (PARM).

El reconocimiento oficial a esos membretes, por cierto, mereció la anuencia gubernamental sin ningún problema.

Y es que desde mucho antes de ser creada la Comisión Federal Electoral (1973) –que en poco o nada participó en la redacción de la ley en la materia–, áreas específicas de la Secretaría de Gobernación y la Presidencia de la República se manejaban a su libre arbitrio –por ser las responsables de los procesos comiciales–, otorgándoles registros a las organizaciones afines a ellas pese a que éstas, regularmente, no cubrían los requisitos mínimos exigidos por la misma autoridad gubernamental; y al mismo tiempo ponían trabas a los grupos que consideraban peligrosos.

Es decir, se daba una auténtica simulación democrática, pues en realidad los partidos tenían que mantenerse sujetos a la supervisión gubernamental, que concedía y cancelaba proyectos basado en la conveniencia del sistema.

Ese rosario de membretes sirvió de válvula de escape a miles de mexicanos que empezaban a sufrir el hartazgo y la imposición de un solo partido, ‘el oficia’ –ostentaba el orgullo de ser heredero de la Revolución Mexicana–, aún con toda la manipulación y el control ejercido desde los altos mandos de la estructura gubernamental.

¿Todo sigue igual?

La también llamada ‘primavera política’ –hay teóricos y analistas que insten aún en llamarla así–, que trajo la LOPPE, propició que muchos rebeldes que optaron por la vía armada a fin de modificar el ‘status Quo’, una vez aminorada la represión, pidieran su incorporación a los partidos afines a la ideología que profesaban.

Ello acabó con la distensión del ambiente que privó a lo largo de casi dos décadas en el país, abriendo la posibilidad de que todos los partidos tomaran parte en los procesos electorales y se disputaran el poder en las urnas, aun cuando existieran condiciones limitadas para ello merced al minucioso control político gubernamental, que aún persiste sin que nada lo haya cambiado la alternancia en el poder.

Algunos dirigentes de izquierda y derecha coinciden en señalar que con esa apertura las autoridades pretendían redimir pecados, pero de ninguna manera buscaban compartir en condiciones de equidad y menos abandonar el poder vía las urnas.

De esta forma, los más difíciles conflictos electorales en la época de López Portillo, Miguel de la Madrid Hurtado y Carlos Salinas de Gortari se resolvieron en las oficinas de Gobernación y no en las urnas, como se supone debería ser; y los problemas registrados en los procesos del 2000 y 2006 tocó sancionarlos al Instituto Federal Electoral (IFE), que tampoco canta mal las rancheras en eso del autoritarismo y la parcialidad para inclinar la balanza.

No obstante, la aceptación de los partidos bajo el amparo de la ley, el establecimiento de nuevas reglas de participación política y la (cuestionable) autonomía que hoy distingue a los órganos electorales, hay avance democrático.

Pero quizá sólo en la letra, pues en la práctica lo que se observa en el Congreso de la Unión es una sobre representación de morena, aun cuando la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos prohíbe que haya este tipo de excesos.

En fin, los foros siguen recogiendo opiniones y propuestas, aunque en mayoría, quienes hablan en esos encuentros previamente son escogidos por el alto mando de la comisión legislativa, quedando Juan Pueblo, como siempre, como el chinito…

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