CONFIDENCIAL
Por ROGELIO RODRÍGUEZ MENDOZA.
Dos jueces de Reynosa están en la mira. Los acusan de liberar a presuntos extorsionadores, pero la pregunta incómoda es inevitable: ¿vendieron su conciencia… o la salvaron del plomo?
El lunes pasado, el presidente de la Junta de Gobierno del Congreso del Estado, Humberto Prieto Herrera, presentó un punto de acuerdo que fue aprobado de inmediato por la Diputación Permanente. Con ese aval, pidió al Consejo de la Judicatura del Poder Judicial de Tamaulipas abrir una investigación contra dos jueces de control comisionados en Reynosa.
El señalamiento es grave: se les atribuye haber liberado sospechosamente a sujetos acusados de extorsionar a comerciantes y empresarios, en una región donde la violencia es pan cotidiano.
Dos días después, el propio presidente del Poder Judicial, Hernán de la Garza Tamez, confirmó que ya estaba en marcha la investigación contra los juzgadores. Una velocidad inusual.
Nadie en su sano juicio se atrevería a negar que en los tribunales hay corrupción. Como tampoco puede negarse que los jueces, igual que policías, fiscales y funcionarios de ventanilla, son presionados día y noche por la máxima de los cárteles: plata o plomo.
Aquí surge la disyuntiva moral y práctica. ¿Qué puede hacer un juez cuando un capo le ordena beneficiar a un sicario? ¿Qué margen real de libertad tiene un impartidor de justicia frente al poder de las armas?
Sería ingenuo pensar que todos son rectos. Muchos aceptan la plata antes que el plomo, sin duda. Pero también hay quienes no quieren venderse y, sin embargo, se ven obligados a ceder para sobrevivir.
No se trata de justificar a los jueces investigados. La corrupción no puede maquillarse ni disimularse. Pero sí conviene ir al fondo: ¿sus decisiones obedecen a la ambición o al miedo?
Porque tanto Prieto Herrera, diputado presidente del Congreso, como De la Garza Tamez, presidente del Poder Judicial, saben perfectamente cómo se teje la red de la delincuencia en la frontera. El primero es de Reynosa y lo ha visto de cerca. El segundo tiene casi doce años en la magistratura y conoce, mejor que nadie, las vulnerabilidades del sistema.
La discusión entonces no debería agotarse en la sanción contra dos jueces. Lo que debería plantearse con seriedad es cómo proteger a los operadores de justicia en un Estado donde impartir la ley puede costar la vida.
¿Es posible blindarlos? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Pero de entrada, el Estado debería reconocer su vulnerabilidad y generar protocolos de seguridad más allá del discurso.
Desde hace tiempo se han barajado propuestas como la de los jueces sin rostro, similares a los que se intentaron en Colombia durante los años más crudos del narcotráfico. La idea nunca prosperó del todo en México.
Quizá no sea la fórmula adecuada. Pero lo que sí es evidente es que la precariedad actual hace que jueces y fiscales trabajen prácticamente desarmados frente al poder del crimen.
Y el resultado es desastroso. Un fallo judicial puede no ser producto de la corrupción, sino de la amenaza. Y esa línea delgada entre la complicidad y el terror es la que vuelve frágil al sistema de justicia.
Mientras tanto, el discurso oficial seguirá hablando de combate a la corrupción, de independencia judicial y de rendición de cuentas. Palabras grandes que se vuelven huecas si no se atiende el factor más brutal: el miedo.
De nada servirá exhibir a jueces si no se ataca el poder que los doblega. Porque un juez no es un superhéroe; es un hombre o mujer de carne y hueso, vulnerable a la amenaza que llega con un sobre de dinero… o con un rifle apuntando a su familia.
En Tamaulipas, como en buena parte del país, los jueces no solo dictan sentencias: sobreviven. Y ese es el drama que nadie quiere reconocer, porque hacerlo implica aceptar que la justicia está maniatada por el crimen.
La investigación contra los jueces de Reynosa servirá, quizá, para exhibir a dos nombres. Pero la pregunta de fondo quedará en el aire: ¿cuántos fallos judiciales en México son dictados por la ley… y cuántos por el miedo?
Esa es la herida abierta que no cierra. Una herida que supura impunidad y debilita el frágil andamiaje de nuestro Estado de derecho.
ASI ANDAN LAS COSAS.