CONFIDENCIAL

Por ROGELIO RODRÍGUEZ MENDOZA.

La ejecución del delegado de la Fiscalía General de la República (FGR) en Reynosa, Ernesto Cuitláhuac Vázquez Reyna, ocurrida la semana pasada, no sólo es un golpe a la seguridad pública. Es, también, una llamada de atención que obliga a poner bajo la lupa a esa institución que, desde hace años, dejó de ser lo que alguna vez fue: un verdadero aparato de combate al crimen federal.

Porque lo cierto es que la FGR, más allá de los discursos, se ha convertido en un elefante blanco. Un organismo que consume recursos, mantiene estructuras, paga sueldos y luce oficinas, pero cuyo impacto real en la lucha contra la delincuencia organizada es, por decirlo amablemente, casi imperceptible.

En los últimos diez años, la presencia de la Fiscalía en las operaciones contra el crimen ha sido esporádica y poco contundente. Los decomisos de alto calibre, las detenciones que antes ocupaban las portadas y enviaban mensajes de fuerza, hoy son recuerdos de un pasado que parece muy lejano.

Durante al menos los últimos dos sexenios, por ejemplo, Tamaulipas dejó de registrar esos operativos que antes eran el terror de los cárteles. No hubo confiscaciones masivas de drogas ni golpes demoledores a las estructuras criminales. Apenas algunos aseguramientos menores, que en comparación con el tamaño del problema, no pasaban de ser anécdotas administrativas.

La FGR se ha transformado en una oficina burocrática, más ocupada en sellar documentos que en abrir expedientes de alto impacto. Los agentes del Ministerio Público federal y la Policía Federal Ministerial —la corporación que depende directamente de ella— pasaron de ser cazadores de capos a espectadores del avance criminal.

Pero no siempre fue así. Hubo tiempos, no tan lejanos, en los que la entonces Procuraduría General de la República (PGR) representaba un dolor de cabeza para los delincuentes. En esos años, las incautaciones eran frecuentes y abultadas.

En Tamaulipas, por ejemplo, existen registros de decomisos que superaban las 50 toneladas de droga en un solo golpe. Los cargamentos de cocaína eran asegurados en cantidades que hoy parecen irreales. Y la captura de distribuidores, operadores y líderes criminales era pan de cada día.

Las bodegas llenas de marihuana, las incautaciones de vehículos y armas, las imágenes de la droga ardiendo en hornos e incineradores, formaban parte del paisaje de la acción federal. Había errores, sí, pero también una estrategia que mostraba músculo.

Hoy, en cambio, la FGR es un gigante desinflado. Su voz pesa poco y su brazo operativo parece atrofiado. No intimida a nadie, y menos aún a los grupos criminales que operan con libertad insultante.

Esto no es un mero problema de imagen: es un problema de funcionalidad institucional. Si la instancia encargada de combatir los delitos del orden federal no actúa, todo el sistema de seguridad se debilita. Y eso, a su vez, alimenta el crecimiento del crimen.

Algo malo sucede dentro de la FGR. Tal vez es corrupción. Tal vez es miedo. Tal vez es un pacto tácito con el crimen para no molestar demasiado. Sea lo que sea, urge una revisión profunda.

Una auditoría interna —real y no cosmética— debería ser el punto de partida. La FGR necesita saber dónde perdió la fuerza, quién se la robó y cómo recuperarla. Y no hablamos sólo de recursos materiales, sino de voluntad política y operativa.

Los homicidios, secuestros, extorsiones y tráfico de drogas de orden federal no se combaten con comunicados de prensa ni con oficinas repletas de archivadores. Se combaten con inteligencia, con operativos y, sobre todo, con la convicción de que la ley se aplica.

La ejecución del delegado en Reynosa es, paradójicamente, una oportunidad para sacudir la modorra institucional. Si la respuesta de la FGR se limita a investigar la muerte de su propio funcionario sin cambiar nada más, habrá perdido otra batalla.

El país no necesita una Fiscalía testimonial, sino una que actúe con firmeza. Que recupere la capacidad de golpear al crimen organizado donde más le duele: en sus finanzas, en sus rutas y en sus líderes.

El Estado mexicano no puede permitirse que su brazo federal sea un adorno. Menos aún en un momento en que el crimen organizado se expande como mancha de aceite sobre el territorio.

Es tiempo de devolver a la FGR su carácter de institución temida y respetada. De lo contrario, seguirá siendo lo que es hoy: un monumento a la ineficacia, sostenido con el dinero de los contribuyentes y tolerado por un sistema que prefiere no hacer olas.

Porque un elefante blanco puede parecer inofensivo. Pero cuando ese elefante es la institución encargada de aplicar la ley federal, su inacción se traduce en más poder para el crimen y menos esperanza para los ciudadanos.

Y mientras eso no cambie, cada golpe que reciba la FGR —como el de Reynosa— no será una excepción, sino parte de una larga lista de derrotas silenciosas que esta institución ha venido acumulando, sin que nadie le exija cuentas reales.

ASI ANDAN LAS COSAS

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CONFIDENCIAL

Por ROGELIO RODRÍGUEZ MENDOZA.

AGOSTO—12—2025.

        FGR: del temor al olvido.

La ejecución del delegado de la Fiscalía General de la República (FGR) en Reynosa, Ernesto Cuitláhuac Vázquez Reyna, ocurrida la semana pasada, no sólo es un golpe a la seguridad pública. Es, también, una llamada de atención que obliga a poner bajo la lupa a esa institución que, desde hace años, dejó de ser lo que alguna vez fue: un verdadero aparato de combate al crimen federal.

Porque lo cierto es que la FGR, más allá de los discursos, se ha convertido en un elefante blanco. Un organismo que consume recursos, mantiene estructuras, paga sueldos y luce oficinas, pero cuyo impacto real en la lucha contra la delincuencia organizada es, por decirlo amablemente, casi imperceptible.

En los últimos diez años, la presencia de la Fiscalía en las operaciones contra el crimen ha sido esporádica y poco contundente. Los decomisos de alto calibre, las detenciones que antes ocupaban las portadas y enviaban mensajes de fuerza, hoy son recuerdos de un pasado que parece muy lejano.

Durante al menos los últimos dos sexenios, por ejemplo, Tamaulipas dejó de registrar esos operativos que antes eran el terror de los cárteles. No hubo confiscaciones masivas de drogas ni golpes demoledores a las estructuras criminales. Apenas algunos aseguramientos menores, que en comparación con el tamaño del problema, no pasaban de ser anécdotas administrativas.

La FGR se ha transformado en una oficina burocrática, más ocupada en sellar documentos que en abrir expedientes de alto impacto. Los agentes del Ministerio Público federal y la Policía Federal Ministerial —la corporación que depende directamente de ella— pasaron de ser cazadores de capos a espectadores del avance criminal.

Pero no siempre fue así. Hubo tiempos, no tan lejanos, en los que la entonces Procuraduría General de la República (PGR) representaba un dolor de cabeza para los delincuentes. En esos años, las incautaciones eran frecuentes y abultadas.

En Tamaulipas, por ejemplo, existen registros de decomisos que superaban las 50 toneladas de droga en un solo golpe. Los cargamentos de cocaína eran asegurados en cantidades que hoy parecen irreales. Y la captura de distribuidores, operadores y líderes criminales era pan de cada día.

Las bodegas llenas de marihuana, las incautaciones de vehículos y armas, las imágenes de la droga ardiendo en hornos e incineradores, formaban parte del paisaje de la acción federal. Había errores, sí, pero también una estrategia que mostraba músculo.

Hoy, en cambio, la FGR es un gigante desinflado. Su voz pesa poco y su brazo operativo parece atrofiado. No intimida a nadie, y menos aún a los grupos criminales que operan con libertad insultante.

Esto no es un mero problema de imagen: es un problema de funcionalidad institucional. Si la instancia encargada de combatir los delitos del orden federal no actúa, todo el sistema de seguridad se debilita. Y eso, a su vez, alimenta el crecimiento del crimen.

Algo malo sucede dentro de la FGR. Tal vez es corrupción. Tal vez es miedo. Tal vez es un pacto tácito con el crimen para no molestar demasiado. Sea lo que sea, urge una revisión profunda.

Una auditoría interna —real y no cosmética— debería ser el punto de partida. La FGR necesita saber dónde perdió la fuerza, quién se la robó y cómo recuperarla. Y no hablamos sólo de recursos materiales, sino de voluntad política y operativa.

Los homicidios, secuestros, extorsiones y tráfico de drogas de orden federal no se combaten con comunicados de prensa ni con oficinas repletas de archivadores. Se combaten con inteligencia, con operativos y, sobre todo, con la convicción de que la ley se aplica.

La ejecución del delegado en Reynosa es, paradójicamente, una oportunidad para sacudir la modorra institucional. Si la respuesta de la FGR se limita a investigar la muerte de su propio funcionario sin cambiar nada más, habrá perdido otra batalla.

El país no necesita una Fiscalía testimonial, sino una que actúe con firmeza. Que recupere la capacidad de golpear al crimen organizado donde más le duele: en sus finanzas, en sus rutas y en sus líderes.

El Estado mexicano no puede permitirse que su brazo federal sea un adorno. Menos aún en un momento en que el crimen organizado se expande como mancha de aceite sobre el territorio.

Es tiempo de devolver a la FGR su carácter de institución temida y respetada. De lo contrario, seguirá siendo lo que es hoy: un monumento a la ineficacia, sostenido con el dinero de los contribuyentes y tolerado por un sistema que prefiere no hacer olas.

Porque un elefante blanco puede parecer inofensivo. Pero cuando ese elefante es la institución encargada de aplicar la ley federal, su inacción se traduce en más poder para el crimen y menos esperanza para los ciudadanos.

Y mientras eso no cambie, cada golpe que reciba la FGR —como el de Reynosa— no será una excepción, sino parte de una larga lista de derrotas silenciosas que esta institución ha venido acumulando, sin que nadie le exija cuentas reales.

ASI ANDAN LAS COSAS

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