CONFIDENCIAL
Por ROGELIO RODRÍGUEZ MENDOZA.
A Tamaulipas le ha nacido un nuevo órgano garante. Se llama “Transparencia para el Pueblo de Tamaulipas” y promete convertirse en el instrumento eficaz para que los ciudadanos puedan ejercer su derecho a saber. Un nombre sugerente, directo, cargado de intenciones.
Este instituto sustituye al ITAIT, que durante casi dos décadas fue la figura encargada de garantizar el acceso a la información pública y proteger los datos personales.
Y aunque la intención es loable, surge inevitablemente la pregunta: ¿será suficiente con cambiar de nombre y estructura para que la transparencia en Tamaulipas deje de ser una aspiración y se convierta en una realidad?
La reforma es amplia. El Congreso del Estado aprobó la semana reciente tres iniciativas: una nueva Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública; una Ley de Protección de Datos Personales en posesión de sujetos obligados; y la creación de una Secretaría de Anticorrupción y Buen Gobierno, de la que dependerá el nuevo órgano garante.
La reconfiguración obedece a una reforma constitucional. El Congreso tenía como plazo el 13 de julio para armonizar el marco legal. Se cumplió con el trámite legislativo. Ahora viene lo más difícil: convertir la ley en práctica.
El ITAIT nació con buenas intenciones. Pero con el paso del tiempo, su desempeño fue perdiendo brillo. Hubo esfuerzos, sí, pero también omisiones. No pocas veces se convirtió en un ente de silencios burocráticos, más ocupado en su operación interna que en exigir cuentas a los sujetos obligados.
Por eso, el nacimiento de “Transparencia para el Pueblo” abre una ventana de oportunidad. Los ciudadanos estamos dispuestos a concederle el beneficio de la duda. Queremos creer que esta vez sí se hará valer, sin titubeos ni simulaciones, el derecho de acceso a la información pública.
Queremos ver un órgano ágil, profesional, independiente, capaz de responder con prontitud y rigor a las solicitudes de información. Y también a la altura para sancionar a quienes incumplan.
El reto es enorme. Porque si bien la norma cambia, los hábitos del poder no siempre lo hacen con la misma velocidad. Y durante años, los gobiernos, sin distinción de color, han recurrido a múltiples estrategias para reservar, postergar o diluir la entrega de información.
La transparencia se ha invocado mucho, pero se ha practicado poco. Ese es el gran pendiente.
Por eso, el nuevo modelo no puede caer en las mismas inercias. No puede permitir que se repitan las historias de respuestas tardías, evasivas o abiertamente negligentes.
Este nuevo instituto tiene que demostrar que no es un cambio cosmético, sino un giro de fondo. Un replanteamiento real de cómo se concibe la rendición de cuentas.
Dependerá ahora de una Secretaría. Y aunque eso ha despertado inquietudes legítimas —porque la autonomía era, en teoría, una garantía de imparcialidad—, también podría representar una oportunidad para que la transparencia se convierta en una política pública transversal, con más recursos y más dientes. Todo dependerá de cómo se ejerza esa nueva arquitectura.
¿Tendremos por fin un organismo garante que no le tema al poder, que exija, que incomode cuando haga falta?
¿Veremos un sistema donde el ciudadano reciba una respuesta completa, puntual y veraz, sin necesidad de recurrir al amparo ni al escándalo?
Eso está por verse. Y depende no sólo de las leyes, sino de las personas que las aplican.
Por eso, los ciudadanos estaremos atentos. No para sabotear ni descalificar, sino para exigir que se cumpla lo que se promete. Para acompañar cuando haya avances, y señalar cuando haya retrocesos.
La transparencia no debe ser patrimonio de ningún gobierno ni botín de ninguna burocracia. Es un derecho que pertenece al pueblo.
Y si el nuevo instituto honra su nombre, si de verdad pone la información en manos del ciudadano sin reservas ni excusas, entonces habrá valido la pena la reforma.
Mientras tanto, observamos. Esperamos. Y sí, concedemos el voto de confianza.
Pero no quitamos el dedo del renglón.
ASI ANDAN LAS COSAS.
…