Por: Luis Enrique Arreola Vidal.

En el mundo, la guerra hace temblar las portadas. Las sirenas rugen. Los muertos se cuentan, se nombran, se lloran.

Pero en México… no hay guerra.
Y aún así, los cuerpos caen más rápido que las bombas en tierras lejanas.

En solo 11 días, 927 mexicanos fueron asesinados, según cifras oficiales, la mayoría a manos de un crimen organizado que opera con la impunidad de un ejército invisible.

En Irán, una semana de conflicto dejó 950 muertos. Allá, el mundo mira. Aquí, apenas parpadeamos.
Sin misiles. Sin titulares globales. Solo motos, balas y un silencio que mata.

Allá, los drones dibujan estelas en el cielo.

Acá, los sicarios se escapan por la puerta principal.

¿Qué país permite que lo asesinen sin alzar la voz?

¿Qué pueblo llama paz a un cementerio sin fin?

México padece una guerra sin nombre, sin uniforme, sin bandera.

Una guerra alimentada por la corrupción, protegida por la indiferencia, y ejecutada con una precisión que humilla a nuestra justicia.

En Israel, cada víctima tiene un rostro, una historia, un duelo.
En México, cada muerto es un número en una carpeta que nadie abrirá.

Y lo peor: nos hemos acostumbrado.

La sangre en las calles es solo otra nota roja.

El dolor, un ruido de fondo que ya no nos despierta.

¿Dónde estamos, México?

Estamos en un país donde los caídos no son soldados, sino maestros, madres, estudiantes, niños.

Donde los balazos no tienen ideología, pero sí puntería: siempre encuentran al más frágil, al más olvidado.

Donde la línea entre el caos y la costumbre es tan delgada que ya no la vemos.

México, esta guerra sin declaratoria nos está matando.

Pero el silencio no es destino.

Nombremos la verdad. Exijamos justicia. Alcemos la voz por los que ya no pueden.

Porque si no llamamos guerra a esta masacre, seguirá devorándonos como si no importáramos.

México no es solo un país que sangra.

Es un pueblo que puede sanar, si decide despertar.