Rutinas y quimeras
Clara García Saénz
Tomamos el camino hacia el ejido 20 de noviembre, una brecha que nos impedía ver con
claridad lo que sucedía delante de nosotros debido a la gran cantidad del polvo que se
levantaba al andar en una velocidad moderada. Después de un buen rato de apreciar el
paisaje árido del antiguo cuarto distrito, llegamos a la casa de Don Silverio que nos
esperaba desde temprano.
Después de saludarnos con un abrazo nos pasó al amplio patio de su casa, ahí
junto a un árbol tenía una planta de sotol, le pregunté si con ella hacían las flores de
cuchara, como yo las conocía de niña, utilizadas para adornar las fiestas religiosas de esa
región, me dijo que sí entusiasmado, se sentó y empezó a tejer una mientras que en
animada platica contaba que él recibía muchos encargos para las fiestas patronales de
los ejidos vecinos, teniendo en esos momentos un pedido de varias docenas para una
celebración que se aproximaba.
En un parpadeó había terminado de tejer la flor y me la extendió sonriendo “es
suya, y mire, venga para que vea como le llevo avanzado al trabajo”; entramos a su casa
y en una mesa tenía varios montones de flor de sotol que ya estaban listas para entregar.
No había salido de mi asombro por su habilidad, cuando vi que Esperanza, la niña menor
de la familia estaba en otra mesa recortando pequeñas figuras que se utilizan para
decorar diversas artesanías que realizan en gamuza; nos contó que desde pequeño había
aprendido a curtir cuero y siendo adolescente aprendió a confeccionar cueras.
Nos volvió a llevar el patio donde nos mostró un aro que sostenía un cuero de
chivo expuesto al sol, nos explicó cuál era el proceso de curtido y cómo se trataba y así
utilizarlo para fabricar la cuera. Nos invitó a entrar a su taller de costura, para entonces yo
escuchaba a lo lejos un torteo de tortillas que me hacía salivar tan solo de oírlo, ya en su
cuarto de costura nos impresionó ver algunos pájaros disecados, nos contó que él los
disecaba, algunos por encargo, otros por gusto.
Mostró toda su producción que confecciona, cintos, bolsas y cueras, nos contó su
historia personal como artesano, ligada durante años a las limitaciones económicas donde
en muchas ocasiones trabajó como maquilador de una marca para poder mantener a sus
ocho hijos, su trabajo en la asociación de artesanos de Tula, Tamaulipas, su experiencia
en los talleres de enseñanza.
Quisimos despedirnos en varias ocasiones, pero él continuó platicando como si no
nos escuchara, hasta que su esposa le gritó, “ya está listo todo”. Entonces nos dijo, “no
quiero que se vayan sin que se hayan echado un taco”. Salimos nuevamente al patio
donde ya estaba lista una mesa con un vitrolero de agua de piña, varios sartenes y una
gran canasta de tortillas. Carnitas, gorditas de frijoles con chile y espagueti, entonces nos
platicó que también era cocinero, que el criaba los marranos, los mataba para preparar
chicharrones y carnitas, además de ir a cultivar su parcela y cuidar su granja de gallinas.
Terminó hablando del conflicto que el ejido guarda con los dueños de los olivares a
quienes ellos les rentan las tierras, la lucha por el cuidado del agua y la defensa que
estaba haciendo de los problemas que los “españoles” les están ocasionando. Ya de
regreso, entre el polvo del camino me vine pensado en todas las cosas que puede ser un
auténtico hombre de campo, que sabe que no hay que tenerles miedo a los problemas,
aprender todo lo necesario para sobrevivir y, sobre todo, disfrutar y compartir la vida con
la alegría que don Silverio lo hace.
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