Golpe a golpe

Por Juan Sánchez Mendoza

Una vez zanjado el trámite para determinar qué juzgadores causarán baja, para sustituirlos mediante una elección, no hay razón para dilatar la puesta en marcha del proceso selectivo de aspirantes a esos cargos, aun cuando los reductos del movimiento judicial insistan en provocar caos para evitarlo.

Y es en estos momentos precisamente, cuando la autoridad legislativa con la ley en mano, debe actuar para impedir mediante el diálogo que de nueva cuenta haya desmanes en el Palacio Legislativo de San Lázaro y en el Senado de la República (o en cualquier inmueble público), causados por los inconformes, de motu proprio, y/o incitados por grupos de interés en los días sucesivos.

Hago esta observación porque el diálogo es un recurso funcional, en todo conflicto –siempre y cuando exista voluntad para alcanzar acuerdos más allá del interés unilateral, partidista o grupal–, y por ser necesario en la práctica política, donde la concertación más se requiere por ser uno de los ingredientes sustantivos para la gobernabilidad.

El hecho de que entre dos actores o más, haya diferencias de legales, políticas o grupales, en nada impide su comunión si el objetivo común es el mismo; pero si acaso una de las partes antepone la soberbia por afán protagónico, difícilmente accederían a estadios de buen entendimiento.

Los sainetes cotidianos que se viven en la Ciudad de México por este motivo, ilustran claramente la ausencia de acuerdos y la radicalización de posturas; pero, ignoro por qué razones hasta hoy, todavía, no ha asomado un interés coincidente (por parte de los involucrados) para ahuyentar el espectro de la inestabilidad política que amenaza con establecerse en el país.

Ya le he comentado que una protesta es el recurso más utilizado por quienes intentan producir cambios sociales, políticos o económicos y surge regularmente a través de manifestaciones pacíficas, cuando el proyecto es serio y tangible; pero generalmente no logra su objetivo cuando se hace con mítines desordenados, acciones delictivas o retando a la autoridad y al propio pueblo, en caso de carecer, los inconformes, de un plan alterno a la propuesta por la que escandalizan.

Para explicar este tipo de expresiones hay algunos librepensadores, como Thomas Jefferson, quien considera que la gente sale a la calle por el hartazgo hacia el sistema establecido.

Inclusive, acuñó la siguiente frase: “Los hombres tímidos, prefieren la calma del despotismo al turbulento mar de la libertad”.

Que no es el caso.

Al menos así lo creo, porque los manifestantes arropados e incitados por algunos ministros, magistrados y jueces marchan un día sí, y el otro también, sin plantear públicamente las alternativas que plantean para reparar el daño que se les haría con la reconstrucción del Poder Judicial.

Esto es lo que irrita a los ciudadanos, que ven impedido su derecho a transitar libremente.

De cualquier forma, hay que destacar que las protestas recurrentes, las más, surgen cuando existe profundo desencanto con los programas y acciones de gobierno en sus tres niveles. Y, regularmente, provienen de organizaciones que se sienten afectadas, pero son incapaces de mostrar su inconformidad a través de canales legítimos.

Sin embargo, hay otro tipo de protesta fincada en la perversidad.

Ésta encuentra su origen (regularmente), en los clanes que codician el poder y no saben cómo mantenerlo a través de méritos propios.

Y es lo que ocurre, precisamente, con las protestas elucubradas por los trabajadores del Poder Judicial que, mediante la presión, tratan de que se eche atrás la reforma judicial que tanto requiere el país en su desarrollo y transformación.

En este contexto social, es lamentable que los poderosos del gobierno y del Poder Legislativo no se sienten a dialogar con personas o grupos a quienes consideran débiles o enemigos.

Craso error.

Y es entonces cuando se argumenta que no existen las condiciones para la discusión o el debate, como lo vimos durante los días previos a la aprobación de las leyes secundarias de la reforma judicial.

¡Ah!, pero hasta eso, si tienen lugar algunos encuentros entre grupos que defienden proyectos opuestos en otras materias; como funcionarios públicos que aducen que su cerrazón es porque nada hay que negociar; y legisladores que dicen estar en su derecho, sin que ello signifique que los ‘representantes del pueblo’ tengan voluntad de corregir sus argumentos de disuasión, defensa de intereses, ni menos todavía en dar marcha atrás en atención a las órdenes recibidas, como habrá podido observarse porque, a la iniciativa, no le quitaron ni una coma.

Las bases sólidas en las que prospera la democracia, sólo se dan a condición de que las fuerzas políticas y sociales, que toman parte en las luchas por alcanzar o conservar el poder, se encuentren en condiciones de presencia similar y equilibrada.

De ahí que la discusión en la búsqueda de consensos entre los más diversos actores político-sociales, acerca de una problemática, solamente pueda ocurrir teniendo voluntad pa’ privilegiar el diálogo como el recurso único para dirimir sus diferencias.

Si lo anterior no da resultados, los individuos, organizaciones, grupos inconformes y los promotores de cualquier asonada, inician una etapa de resistencia no violenta, pero quienes en la ilegalidad fincan su presencia, regularmente cometen ilícitos al amparo de su derecho a manifestarse.

Es entonces, cuando se pierde toda posibilidad de zanjar problemas mediante el diálogo.

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