Enfoque Sociopolítico

Por Agustín Peña Cruz*
En México, aunque aún no estamos oficialmente en «tiempo electoral» rumbo a 2027, la
dinámica interna de los partidos parece anticipar un calendario político adelantado:
fracturas, recomposiciones y una militancia que, en algunos casos, agoniza más allá de lo
simbólico. El caso del Partido Revolucionario Institucional (PRI), otrora hegemónico en el
sistema de partidos mexicano, ilustra esta tendencia: una organización que disputó el
control del Estado durante más de ocho décadas hoy exhibe un padrón de afiliados que, si
bien supera el umbral legal, no se traduce en identidad política ni en influencia social real.
De acuerdo con datos del Padrón de Afiliados del Instituto Nacional Electoral (INE), el PRI
reportaba más de 1.4 millones de militantes al 31 de agosto de 2023, cifra relevante en
términos absolutos pero que, frente a partidos como MORENA —con más de 2.3 millones
en ese mismo padrón—, evidencia un correlato de debilitamiento estructural.
La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (CPEUM) consagra, en su
artículo 1°, que “todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos en esta
Constitución y en los tratados internacionales de los que el Estado Mexicano sea parte…” y
en el artículo 6° protege la libertad de expresión y la manifestación de ideas sin censura
administrativa ni judicial, salvo restricciones legales precisas. El sistema legal electoral
complementa este marco: el artículo 41 constitucional reconoce que “solo las y los
ciudadanos podrán formar partidos políticos y afiliarse libre e individualmente a ellos”, con
obligaciones regulatorias precisas que impone la Ley General de Instituciones y
Procedimientos Electorales y la Ley General de Partidos Políticos para la conservación del
registro partidista, participación en procesos internos y ejercicio de derechos político-
electorales.
Desde la óptica de los derechos humanos, los pactos internacionales como el Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP), suscrito por México, protegen el
derecho de toda persona a participar en la dirección de los asuntos públicos, directamente o
por medio de representantes libremente escogidos, y la libertad de asociación, que incluye
la libre afiliación a partidos políticos (Art. 25 PIDCP y Art. 22 PIDCP). Dichos estándares
vinculan a las autoridades mexicanas y sirven de parámetro para interpretar el derecho
interno.
Sin embargo, la política real parece bejar estos principios. El discurso de la “libertad del
pueblo” frecuentemente se reduce a retórica mientras que, en la práctica, se censuran
preguntas incómodas, se presionan a periodistas de investigación o se interpretan
libertades como riesgos legales de propaganda anticipada, en un ambiente donde la crítica
se percibe como amenaza y no como función esencial de la democracia.
A nivel demográfico, INEGI reporta que las mujeres representan una mayoría consistente de
la población inscrita en el Padrón Electoral, con porcentajes que superan 50% en la mayoría
de las entidades federativas, lo que convierte a este segmento en un actor sociopolítico
fundamental. Asimismo, estudios del INE muestran que las mujeres tienden a participar en
mayor proporción que los hombres en las jornadas electorales recientes (64.3% vs 54.8%

en 2024), lo que no solo subraya su peso numérico sino también su influencia potencial en
la toma de decisiones políticas colectivas.
El protagonismo de los jóvenes tampoco es anecdótico: según INEGI y INJUVE, las
personas entre 15 y 29 años conforman casi una cuarta parte de la población total y
representan un segmento demográfico importante en el padrón electoral y la participación
ciudadana (aproximadamente 25% del total). Este grupo, muchas veces desatendido en las
estrategias partidistas tradicionales, reivindica un lugar propio en la esfera pública con
demandas de inclusión, reconversión de las formas familiares y nuevas formas de
convivencia.
La proliferación de nuevos partidos —que en muchos casos replican líderes y prácticas del
pasado bajo emblemas diferentes— pone en cuestión la autenticidad del pluralismo político.
Si la esencia del sistema democrático es garantizar que la competencia de ideas, no de
figuras, determine las opciones de gobierno, entonces la política mexicana enfrenta un
déficit ético: discursos demagógicos, valores institucionales erosionados y una base
ciudadana que está expectante siempre, con creciente escepticismo, cómo se disputa el
poder más que cómo se rinden cuentas.
El INE, como árbitro constitucionalmente facultado para organizar las elecciones,
administrar los padrones y verificar que los partidos cumplan con los requisitos de afiliación
y representación, enfrenta el reto de equilibrar la legalidad con la legitimidad social. El papel
debe ir más allá de meros cumplimientos registrales hacia la garantía efectiva de derechos,
entre ellos la libertad de opinión, afiliación, asociación y participación política en el sentido
más amplio que la Constitución y los tratados internacionales establecen.
La construcción de una democracia robusta exige, por tanto, no solo partidos con escudos
renovados, sino instituciones respetadas, ciudadanos informados, medios libres y un marco
legal que garantice, sin ambages, la plena vigencia de los derechos político-electorales.
Solo así podrá el “poder del pueblo” ser algo más que una consigna retórica en un país
donde, estadísticamente, el pueblo existe pero, políticamente, sigue buscando su espacio
real.
Nos vemos en la siguiente entrega mi correo electrónico es [email protected]

  • El Autor es Master en Ciencias Administrativas con especialidad en relaciones industriales,
    Licenciado en Administración de Empresas, Licenciado en Seguridad Pública, Periodista
    investigador independiente y catedrático.