Columna Rosa, sólo para Mujeres.
Por: Lic. Bárbara Lera Castellanos.
La Universidad Autónoma de Tamaulipas (UAT), a cargo del rector Dámaso Anaya Alvarado, vive un momento en el que el papel de las mujeres estudiantes, maestras y trabajadoras deja de ser un dato estadístico para convertirse en una apuesta de futuro. Hoy, hablar de la trascendencia de una institución de educación superior implica necesariamente mirar cómo trata a sus mujeres, qué espacios les abre, qué límites desmantela y qué nuevas rutas de participación les reconoce.
No se trata solo de cupos o cifras, sino de una transformación cultural que coloque la equidad en el centro del proyecto universitario.
Durante décadas, la universidad pública mexicana convivió con una paradoja: las aulas se fueron llenando de mujeres, pero los puestos de decisión, los reconocimientos y los liderazgos seguían teniendo rostro mayoritariamente masculino. Cuando una institución decide “retomar” el papel de las mujeres, reconoce implícitamente que hubo una deuda histórica, un desfase entre la realidad de los pasillos y la composición de sus élites académicas y administrativas. Asumirlo no es un gesto retórico; es el punto de partida de cualquier cambio serio.
En la UAT, la presencia de mujeres estudiantes que ya representan buena parte de la matrícula convive con un avance paulatino en la incorporación de profesoras e investigadoras a cuerpos académicos, proyectos estratégicos y responsabilidades directivas. Ese movimiento es significativo porque rompe con la vieja idea de que la universidad solo “permite” el acceso, pero no comparte el poder. Cuando una joven ve a otra mujer presidir un cuerpo colegiado, coordinar un posgrado o encabezar una investigación de alto impacto, entiende que la trayectoria posible ya no está limitada por estereotipos de género, sino por su propio talento y por las oportunidades que la institución se decida a garantizar.
El reto está en no quedarse en el discurso de moda. La palabra “equidad” corre el riesgo de vaciarse si solo se usa como etiqueta institucional. De ahí la importancia de vincularla con derechos concretos: el derecho a estudiar sin violencia ni acoso; a trabajar sin discriminación salarial; a concursar por plazas y cargos en condiciones justas; a ser escuchadas en los órganos colegiados; a ser nombradas por su mérito y no reducidas a cuotas simbólicas.
La aspiración a la participación no es un favor que otorga la estructura universitaria, sino la expresión de ciudadanía de quienes sostienen todos los días a la institución con su trabajo intelectual, administrativo y comunitario.
Retomar el papel de las mujeres implica, además, reorganizar las prioridades de la vida universitaria. Significa revisar protocolos contra la violencia de género, consolidar mecanismos de denuncia eficaces, acompañar a las víctimas y sancionar a los agresores. Supone repensar horarios, apoyos para madres estudiantes o trabajadoras, entornos seguros en campus y facultades, así como una pedagogía que cuestione los micromachismos cotidianos alojados en chistes, comentarios y prácticas que todavía normalizan la desigualdad.
En el fondo, lo que está en juego es un nuevo concepto de trascendencia. Una universidad que respeta el derecho de las mujeres a aspirar a la equidad y la participación no solo mejora su imagen: se vuelve más inteligente, más diversa y más capaz de entender el mundo que la rodea.
La UAT, al colocar a sus mujeres estudiantes, académicas y trabajadoras en el centro de su proyecto, redefine su propia vocación: ya no basta con producir profesionistas; se trata de formar ciudadanas y ciudadanos capaces de vivir, exigir y construir derechos dentro y fuera del campus. Esa es la verdadera medida de una institución que busca trascender su tiempo.