Dr. Jorge Alfredo Lera Mejía.
Especialista en políticas públicas, migración y remesas. SNII-2 SECIHTI.
México atraviesa una coyuntura que no es sólo económica, sino también ideológica y geopolítica. El resurgimiento de tendencias proteccionistas en Estados Unidos, particularmente con la posible reconfiguración del T-MEC bajo un eventual gobierno de Donald Trump, coloca al país ante una disyuntiva estratégica: mantener su alineación histórica con el modelo estadounidense o diversificar sus alianzas hacia economías emergentes lideradas por China. Esta tensión no es nueva, pero hoy se encuentra amplificada por un contexto mundial marcado por el retorno del nacionalismo económico, el debilitamiento del multilateralismo y la consolidación de regímenes de corte autoritario en diversas regiones.
El eventual regreso de un proteccionismo “trumpista” implica riesgos reales para la dependencia exportadora mexicana. Estados Unidos absorbe más del 80% de las exportaciones nacionales, y una política de revisión arancelaria o de bilateralización del T-MEC trastocaría profundamente las cadenas de valor integradas en el norte del país, especialmente en los sectores automotriz, electrónico y de autopartes. México no puede desconocer esa vulnerabilidad estructural. Sin embargo, el dilema no debe resolverse mediante una sustitución acrítica de hegemonías —del eje Washington al eje Pekín—, sino a través de una estrategia de inserción inteligente en un mundo multipolar.
El entorno internacional ya no responde a la lógica occidental del siglo XX. China ha expandido su influencia económica mediante inversión en infraestructura, financiamiento a países en desarrollo y liderazgo en nuevas tecnologías, mientras que Rusia, la India y países como Brasil buscan redefinir su autonomía estratégica. México, por su ubicación geográfica, su base industrial y sus vínculos culturales y económicos, puede posicionarse como un actor bisagra entre el Norte y el Sur global. Ello exige, no obstante, recuperar una visión de Estado basada en el interés nacional y en una gobernanza democrática sólida, más que en una adhesión ideológica coyuntural.
El principal riesgo interno de México radica en el deterioro institucional. Un populismo polarizante, con tendencias de concentración del poder, erosiona los contrapesos, debilita la transparencia y judicializa la política. Este tipo de gobernanza, aun cuando mantenga revestimientos electorales, limita la deliberación pública y reduce la calidad democrática. En ese sentido, México debe decidir si continúa transitando hacia la lógica de los regímenes neopopulistas con fuerte control estatal —como los de Venezuela o Nicaragua— o si apuesta por recuperar las rutas de una democracia de calidad, con instituciones robustas, medios independientes y ciudadanía participativa.
La comparación internacional es ilustrativa: menos del 8% de la población mundial vive en democracias plenas, de acuerdo con índices como el Democracy Index de The Economist Intelligence Unit. Esos países —entre ellos Canadá, Uruguay, Costa Rica, Japón o España— comparten rasgos claros: estados de derecho eficaces, rendición de cuentas, pluralismo auténtico y madurez cívica. No son economías perfectas ni exentas de desigualdades, pero su estabilidad política y jurídica permite planificar el desarrollo con visión de largo plazo. México debería mirar hacia ese grupo no como destino inalcanzable, sino como horizonte de mejora institucional.
El desafío de fondo no es escoger entre Estados Unidos o China, ni entre neoliberalismo y populismo, sino construir un modelo adaptativo que combine competitividad económica, cohesión social y democracia efectiva. Ese modelo híbrido —basado en innovación productiva, diversificación de mercados y desarrollo regional equilibrado— puede darle a México margen de autonomía frente a los cambios de humor político de sus aliados y frente a las presiones ideológicas internas. La clave está en fortalecer los pilares internos: educación, Estado de derecho, ciencia y tecnología, y participación ciudadana.
A futuro, México debería adoptar una estrategia de “autonomía interdependiente”. En lo económico, mantener el anclaje norteamericano mientras impulsa una política activa de vinculación con Asia, la Unión Europea y América Latina. En lo político, reconstruir consensos sobre reglas básicas de convivencia democrática, blindando las instituciones electorales y judiciales de la captura partidista. Y en lo social, transitar de políticas asistenciales hacia una agenda de movilidad y productividad, con inversión sostenida en capacidades humanas.
Una salida propositiva pasa por redefinir el modelo de desarrollo con base en tres ejes:
- Productividad con valor agregado, impulsando ecosistemas de innovación y conocimiento que aprovechen el nearshoring y reduzcan la dependencia de manufacturas de bajo contenido tecnológico.
- Democracia funcional y pluralista, que combine mecanismos de participación directa con fortalecimiento del parlamentarismo y del federalismo.
- Diplomacia económica y cultural activa, que posicione a México como mediador entre economías desarrolladas y emergentes, fomentando cooperación energética, climática y tecnológica.
En síntesis, México se encuentra en un punto de inflexión que exige visión de Estado, no sólo cálculo electoral ni reacción coyuntural. La verdadera disyuntiva no es entre Washington o Pekín, ni entre izquierda o derecha, sino entre un futuro de autonomía democrática o un presente de dependencia política y económica disfrazada. Los países que hoy prosperan en el escenario multipolar son aquellos que han sabido adaptarse sin renunciar a sus principios democráticos. México, con su historia, su peso regional y su talento humano, aún puede ser uno de ellos.