Dr. Adán W. Echeverría-García

Todo estaba preparado para las vacaciones, y mientras cerraba la maleta para viajar, aquel verano, a la verde Chiapas, sonó mi teléfono móvil. Ella se presentó como Margarita, me dijo que del instituto de cultura le habían hablado de mí, que si quería que alguien le revisara sus escritos debía acercarse a mi sala de lectura, que también funcionaba como Taller de Apreciación y Creación Literaria.

Le comenté de mi viaje, pero que apenas regresara me comunicaría con ella.

Así lo hice, y apenas volví, la invité a la primera reunión. Poco a poco la sala se fue llenando, los talleristas ocuparon sus espacios y desde el inicio lo que hicimos fue hablar justamente sobre las vacaciones de verano. Les conté de mi viaje, les dije que, para ser escritor, había que usar todo aquello que nos rodea, pero lo primero, el primer paso, consistía en ser un gran lector, eso es indispensable. Necesitábamos leer, y leer mucho, leer todo lo que cayera en nuestras manos, con lo que cada quien se sintiera cómodo.

Como había viajado a Chiapas, aproveché para comentarles de algunos autores chiapanecos que yo conocía; y hablamos de Rosario Castellanos, de Jaime Sabines, de Eraclio Zepeda. Les hablé también de Balam Rodrigo, ese gran poeta mexicano de nuestra generación y de su “Libro centroamericano de los muertos”, en el que habla de la paternidad, y de la migración a través del río Suchiate. Había una anécdota con esta historia. Alguna tarde, ya hace varios años, les relaté a los compañeros, Balam se presentó en una cafetería; en dicho espacio todos los sábados había micrófono abierto, y los asistentes podían leer textos propios o simplemente compartir lecturas de autores ya publicados. Lo importante siempre era darse el valor de querer leer para los otros.

Entre los asistentes se encontraba Balam Rodrigo, quien decidió tomar el micrófono. Su lectura fue espectacular, con sus hojas blancas impresas, sentado en un banco alto, nos leyó lo que entonces dijo era el borrador de un poemario que estaba apenas trabajando. En el texto el hablante lírico cantaba sobre cómo era pasar mercancías a través del río Suchiate, el tono del poema era una total apropiación de aquel cuento “Hombre de la esquina rosada”; Balam Rodrigo hizo una lectura intensa, profunda, que conmovió a los que ahí nos encontramos. ¡Cuál sería mi regocijo cuando, años después de dicha lectura, ese poema, parte de su trabajo poético, era recipiendario de uno de los premios más importantes en México para la poesía hecha en México! Sentí a los compañeros, y a Margarita que no perdía oído a la anécdota, entusiasmados con el suceso.

Luego leímos La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa. Y les pedí a los asistentes que pensaran en una ciudad similar, una vida de autoritarismo y disciplina sobre los jóvenes, como en aquella novela, que recordaran y pensaran en los migrantes, en el fenómeno de la migración que se suscita en tantas ciudades de nuestro país.

Fue entonces que, entre todos y después de mucho discutir, inventamos un lugar llamado Lapiplu, como si fuera el lugar para el resguardo de los libros, el sitio en donde éramos habitantes y constructores, en el que los personajes y las historias cobraban vida, a donde se peregrinaba en algún momento de la exitencia, y donde lectores se volvían parte de las historias de dicha población. ¿Cómo sería recibido un migrante en ese país de los libros y las lecturas, en esa ciudad, en ese territorio que habíamos inventado?

La sesión estuvo fabulosa, me dijo Margarita al terminar aquel viaje por la imaginación; y desde hace dos años ella comenzó a traer a más y más jóvenes, compañeros suyos primero de la preparatoria, después de la universidad, a nuestro taller, a nuestra sala de lectura, y con ellos este club de lectores creció, y cada uno de los chicos y chicas decidieron pronto crecer su propio espacio de lectura, y ese cúmulo de lugares que se fueron abriendo por diversos puntos de la ciudad, la nombraron. Red Lapiplu, espacio donde las lecturas y los viajes siempre son fantásticos, y donde se puede resguardar de las tragedias cotidianas.

Yo tuve que mudarme de nuevo de ciudad, mi trabajo siempre me ha traído a salto de rama, de hoja en hoja, de un sitio para otro, por acá y por ahí; y siempre me voy cargando con mis libros y mis lecturas para compartir con todos aquellos interesados. Me despedí de mis hermanos de letras, y seguí mi camino; pero continuamente tengo noticias de Lapiplu, de los eventos en los que convocan a nuevos interesados en la lectura y los libros, pero sobre todo por la revista que con el tiempo formaron.

Ahora, en mis talleres, Margarita y Lapiplu son una más de las anécdotas que les cuento a los que asisten; y todo comenzó con aquella llamada de Margarita al inicio del verano, que un día decidió dedicarse en forma a la promoción de la lectura, y que la hizo, desde aquel momento, dedicarse con disciplina a este oficio de las letras, la lectura, la escritura, y el resguardo de los libros. Sé que, en esta nueva etapa, habrá muchas más Margaritas, que seguirán trascendiendo el tiempo, las historias, de un punto a otro del vasto espacio en el que continuamente habitamos y nos encontramos los lectores. Yo seguiré metido entre las páginas de algún libro, esperando el momento exacto, para volver a aparecer y abrir la sala de lectura.