Por Leo Collado
En política, los sobrenombres suelen nacer de la burla. Pero hay veces en que la burla se transforma en identidad. A Arístides Guerrero lo llamaron con sorna “ministro chicharrón”, creyendo que ese apodo bastaba para reducirlo a la caricatura. Lo que no imaginaron es que, tras su accidente, la vida le colocaría hierro en el tórax. Y el mote cambió de signo: del chicharrón al hierro. De la analogía al hecho.
No le bastó con ganar la elección. También derribó las conspiraciones que lo acusaban de conducir a exceso de velocidad. La rumorología se desplomó ante los hechos, y en ese derrumbe quedó expuesta la miseria de quienes pretendieron detenerlo con chismes. Mientras los otros inventaban, él ponía el cuerpo en las operaciones, en la recuperación, en la disciplina férrea de quien entiende que la vida pública exige carácter.
Hoy, 1 de septiembre no tomará protesta un hombre debilitado; tomará protesta un académico forjado en la UNAM, un doctor en derecho que conoce el rigor de la investigación, un comunicador capaz de dialogar con la era digital, y, sobre todo, un servidor público que aprendió a resistir la guerra sucia sin perder la serenidad.
Porque sí, la guerra sucia arreció. Los ataques en redes, los memes, la ciberprepotencia de los opositores… todo eso encontró la misma respuesta: silencio y constancia. Nada más poderoso que el tiempo para callar bocas: el tiempo y la voluntad de cumplir. Y Arístides Guerrero, con voluntad de hierro, no cedió un milímetro.
Hoy, los mensajes de apoyo lo acompañan desde distintos rincones: de colegas académicos, de ciudadanos comunes, de sectores sociales que ven en su recuperación un símbolo. Símbolo de que el poder también se ejerce desde la resiliencia, desde esa capacidad de ponerse de pie aun cuando las heridas no han terminado de cerrar.
El ministro electo llega a la Suprema Corte con cicatrices recientes, pero también con un blindaje inédito. Su sola presencia será un golpe seco contra quienes apostaron a verlo vencido. Su sola protesta será un recordatorio de que la toga puede ser también armadura.
Arístides Guerrero no pidió el apodo. Se lo ganó. Porque hay sobrenombres que se quedan en el aire y otros que se clavan en la historia. El suyo ya cambió: no será el “ministro chicharrón”. Será, para bien o para mal de sus adversarios, el ministro de hierro.