CONFIDENCIAL
Por ROGELIO RODRÍGUEZ MENDOZA.
No hay estadísticas oficiales que documenten la dimensión del problema, pero basta con mirar alrededor para saber que la adicción a las drogas crece en Tamaulipas como un cáncer silencioso. Nadie lo dice con números, pero todos lo percibimos en carne viva.
Las autoridades presumen, una y otra vez, sus operativos contra grupos criminales, como si de cifras de decomisos o detenciones se tratara la verdadera batalla. Pero lo cierto es que se han olvidado de la otra parte de la ecuación: las víctimas. Esos jóvenes, mujeres y hombres que quedaron atrapados en la telaraña de las drogas.
Esos son los invisibles. Los que no encabezan comunicados de prensa ni forman parte de estadísticas triunfalistas. Los que un día tuvieron un hogar, una escuela, un futuro, y hoy se consumen en la soledad de una adicción que nadie sabe cómo atender.
El drama es tan crudo como real: miles de familias se enfrentan al dilema de qué hacer con un hijo, un hermano, un padre, cuando descubren que lo han perdido en las garras de la droga. La impotencia de los padres es desgarradora.
He escuchado testimonios de madres que ya no tienen lágrimas. Madres que han intentado todo: consejos, encierros, ruegos, promesas, castigos. Nada funciona. Y cuando buscan ayuda profesional se topan con un muro: Tamaulipas no tiene centros públicos de rehabilitación suficientes para atender esta tragedia.
Lo poco que existe es apenas anecdótico. Alguna clínica gubernamental que ofrece pláticas ocasionales, un programa de prevención escolar, una campaña en redes sociales. Todo ello es como aplicar una curita en una hemorragia.
En la práctica, la única alternativa que encuentran las familias son los llamados “Anexos”. Pequeños centros privados, muchos de ellos clandestinos, improvisados en casas o bodegas, sin supervisión médica, sin regulaciones, y en ocasiones con métodos más cercanos al maltrato que a la rehabilitación.
Encima de todo, los costos. Porque internar a un adicto en un centro privado serio —de los pocos que cumplen requisitos— puede costar más de lo que una familia trabajadora está en condiciones de pagar. Es como condenar a la pobreza a quedarse con su problema, sin derecho a esperanza.
Los gobiernos se han mantenido cómodamente al margen. Mientras reparten recursos en propaganda o en obras de relumbrón, nadie se atreve a plantear con seriedad una política pública de atención integral a las adicciones.
La omisión es imperdonable, porque el problema no solo es de salud pública: es un problema social que se desborda hacia la inseguridad, hacia la violencia familiar, hacia la pérdida de tejido comunitario. Un adicto no tratado no solo se destruye a sí mismo, arrastra a su familia y lastima a la sociedad.
Los diputados locales tampoco han hecho mucho. Están demasiado ocupados en sus ocurrencias legislativas, en sus discursos huecos y en las batallas políticas que entretienen a la galería, pero no resuelven nada. Ahí hay un área de oportunidad que nadie parece dispuesto a tomar en serio.
¿Qué pasaría si en lugar de perder el tiempo en reformas hechas para complacer a sus partidos, nuestros legisladores impulsaran una Ley Estatal de Rehabilitación y Prevención de Adicciones? Una legislación que obligue a crear centros públicos, con médicos, psicólogos y terapeutas certificados.
Eso sería más útil que los discursos. Más útil que las placas inaugurales. Más útil que la interminable propaganda con la que buscan lavar su imagen.
Pero la realidad es que la droga corre más rápido que la política. Mientras los diputados duermen, las calles se llenan de jóvenes que inhalan solventes, o fuman marihuana o cristal, que buscan en la esquina el olvido momentáneo de una vida sin horizonte.
La sociedad está perdiendo a toda una generación. El consumo empieza cada vez más temprano y el Estado sigue sin asumir que este es un problema que requiere una respuesta inmediata, integral y permanente.
No basta con decir que es un problema “de la familia”. La familia sola no puede. No basta con culpar a los padres. Los padres hacen lo que pueden. Es el Estado el que debe brindar las herramientas, porque de eso se trata la responsabilidad pública.
Mientras tanto, las madres seguirán peregrinando con su dolor, golpeando puertas que nunca se abren, cargando la impotencia de ver cómo la adicción les roba a sus hijos poco a poco.
Y nosotros, como sociedad, seguiremos mirando hacia otro lado, como si no nos afectara, como si no fuera un asunto que mañana puede tocar a la puerta de cualquier hogar.
Ojalá —aunque no hay mucho lugar para el optimismo— que la iluminación llegue pronto a los gobernantes. Ojalá comprendan que atender a los adictos no es un acto de caridad: es una obligación de justicia social.
ASI ANDAN LAS COSAS