Por: Luis Enrique Arreola Vidal.

En nuestra columna anterior advertimos que la historia suele repetirse. Panamá 1989 fue la antesala, pero hoy, agosto de 2025, la tormenta tiene coordenadas precisas: Caracas. Lo que antes era un paralelismo histórico ahora se convierte en realidad política y militar. Estados Unidos ya no habla de sanciones, habla de acción.

Donald Trump ha demostrado que no es un presidente de advertencias diplomáticas: es un presidente de ultimátums. Bajo su directiva, el Pentágono no solo elevó la recompensa por Nicolás Maduro a 50 millones de dólares —la cifra más alta ofrecida jamás por un jefe de Estado en funciones—, sino que ahora mueve piezas de guerra en el tablero caribeño. Tres destructores —el USS Gravely, el USS Jason Dunham y el USS Sampson— se despliegan frente a las aguas venezolanas, escoltados por aviones de vigilancia, un submarino nuclear y más de cuatro mil marines. No es retórica: es músculo militar a la vista del mundo.

Washington lo presenta como una “operación antinarcóticos”, pero el mensaje es claro: el expediente Maduro ha cruzado la línea roja. Ya no es un dictador incómodo, es un objetivo marcado. La incautación de 700 millones de dólares en propiedades, jets y joyas fue apenas el prólogo. La película principal es este despliegue naval, que se lee como ultimátum y advertencia.

Maduro lo sabe. Fuentes internas revelan que se ha refugiado en un búnker, mientras Diosdado Cabello vocifera insultos y Delcy Rodríguez habla de “show mediático”. Pero las consignas ya no detienen destructores. Y la pregunta que retumba no es si Trump se atreverá a ir por él, sino cuándo y cómo lo hará.

La diferencia con Panamá no es trivial: Venezuela no es un país pequeño ni aislado. Tiene 28 millones de habitantes, petróleo en cantidades colosales y alianzas con Rusia, China e Irán. Pero Trump ha demostrado que la geopolítica para él no es cuestión de cálculos diplomáticos, sino de símbolos de poder. Lo hizo en 2020 con Irán, ordenando eliminar a Qasem Soleimani en un ataque fulminante. Lo puede hacer en 2025 con Maduro: no con una invasión clásica, sino con un golpe quirúrgico que lo arranque de Miraflores como ficha desechable.

El Caribe hierve. Los destructores están ahí no solo para cazar lanchas cargadas de cocaína, sino para recordarle al mundo que cuando Trump promete ir por alguien, cumple. La música que tumbó a Noriega en 1989 fue rock a todo volumen; la que hoy suena frente a Venezuela es el rugido de turbinas, helicópteros y misiles listos para disparar.

La narrativa chavista insiste en que se trata de “imperialismo”. Pero la verdad es otra: lo que se juega es la supervivencia de un régimen acusado de financiarse con droga, armas y sangre. Y para Trump, que busca consolidar su legado en política exterior, Maduro es el trofeo que demostraría que el hemisferio occidental sigue bajo la hegemonía estadounidense.

El reloj avanza, y cada ola que golpea la costa venezolana lleva un mensaje: Operación Caribe ya está en marcha. Rumbo a Venezuela. Rumbo a Maduro. Rumbo al final de una era.