CONFIDENCIAL
Por ROGELIO RODRÍGUEZ MENDOZA.
Durante décadas, el oficio de político fue sinónimo de poder, pero también de respeto. Era una figura pública que, al menos en el discurso, representaba las aspiraciones colectivas, la búsqueda del bien común, la encarnación de los valores republicanos. Hoy, esa figura está irremediablemente devaluada. Y no por accidente, sino por obra y gracia de los propios políticos.
El desprestigio que arrastran ante la sociedad es tan profundo como merecido. Han dilapidado la confianza popular con actos de cinismo, de incongruencia, de desvergüenza. La política, que debería ser un instrumento para transformar la vida de los ciudadanos, se ha convertido en una herramienta para transformar el patrimonio… pero solo el de ellos.
El ciudadano común no es tonto. Observa, compara, juzga. Y se ha cansado de ver cómo quienes predican humildad viven con ostentación; cómo los que prometieron servir se han dedicado a servirse; cómo los que juraron representar al pueblo, hoy se pasean a años luz de sus realidades.
La reciente polémica que involucra a personajes de Morena evidencia el punto con dolorosa claridad. Andy López Beltrán, hijo del presidente, fue captado disfrutando de un viaje de lujo en el extranjero, con estadías en hoteles exclusivos y cenas en lugares que cualquier mexicano promedio solo conoce por las revistas.
Pero no ha sido el único. Andan en las mismas otros integrantes del círculo de poder morenista: Mario Delgado, presidente nacional del partido; y Ricardo Monreal, eterno sobreviviente del sistema. Todos ellos lucen sonrientes, cómodos, satisfechos. Y cómo no: cuando se viaja con cargo al prestigio ajeno, el boleto es más barato.
Lo irónico, y lo ofensivo, es que estos personajes pertenecen a un movimiento político que se fundó sobre el discurso de la austeridad. Que hizo campaña prometiendo terminar con los privilegios. Que prometió, con la voz del propio presidente, gobernar “con el pueblo y para el pueblo”.
Pero las imágenes son más poderosas que las palabras. Y las fotografías de estos nuevos potentados del poder paseándose como celebridades son una bofetada a la narrativa que ellos mismos construyeron.
La presidenta electa, Claudia Sheinbaum, lo entendió a la perfección. En días pasados, hizo un llamado enérgico a los suyos: les pidió humildad, mesura, congruencia. Porque sabe que el proyecto que encabeza se tambalea cada vez que uno de los suyos cae en la tentación del oropel.
Pero el problema no está solo en el altiplano. En Tamaulipas también abundan los morenistas que, al llegar al poder, se olvidaron de los principios. Hay funcionarios que llegaron con un discurso de transformación, y hoy viven con los lujos del viejo régimen. Despachos alfombrados, vehículos blindados, escoltas, comidas de mil pesos por cabeza. Y todo mientras los ciudadanos batallan por tener calles pavimentadas o servicios médicos dignos.
Algunos de ellos, cuando eran oposición, se quejaban de los excesos del pasado. Hoy, con la piel gruesa y el cinismo aprendido, replican las mismas prácticas con otro color en la bandera. Hablan de “no mentir, no robar, no traicionar”, mientras viajan en primera clase y se rodean de privilegios que los alejan —literalmente— del pueblo.
El gran pecado de la clase política no es su riqueza, sino su hipocresía. Si vivieran bien con su propio esfuerzo, nadie les reprocharía nada. Pero lo que indigna es que se disfracen de humildes para pedir el voto, y se comporten como magnates cuando lo consiguen.
A estas alturas, el desprestigio no es obra de la oposición, ni de los medios de comunicación, como suelen repetir para justificarse. Es una herida autoinfligida, una consecuencia directa de su comportamiento. Se han divorciado de la realidad que viven millones de mexicanos y, peor aún, se han burlado de ella.
Lo preocupante es que esta degradación no es exclusiva de un partido o de una ideología. Morena, PAN, PRI, Verde, PT… todos tienen su cuota de personajes que han convertido la política en un negocio personal. Cambian de camiseta, pero no de mañas.
La sociedad, cada vez más informada y menos ingenua, ya no se traga el cuento de la austeridad decorativa. Sabe que muchos políticos predican desde el púlpito de la falsa moral, mientras disfrutan los placeres que ofrece el poder. Sabe que detrás del discurso hay un apetito insaciable de estatus, de privilegios, de impunidad.
La política, si quiere recuperar un mínimo de legitimidad, necesita un baño de verdad. De autocrítica. De dignidad. Y eso, lamentablemente, escasea entre quienes deberían dar el ejemplo.
Los ciudadanos están cansados de ver cómo los de arriba se dan la gran vida, mientras los de abajo se conforman con las sobras del presupuesto.
Si los políticos siguen volando tan alto —literal y figuradamente— acabarán por estrellarse contra la única realidad que no pueden evitar: la del juicio social.
Y ese, cuando llega, no perdona.
ASI ANDAN LAS COSAS.