Columna la R-Evolución

Por: Rodrigo Pérez

En México la violencia intrafamiliar no es un tema menor, nuestro Estado no es la
excepción, constantemente se dan a conocer hechos de niñas, niños, mujeres,
jóvenes, adultos mayores violentados por alguien muy cercano, familiar.
La violencia intrafamiliar es quizá, el espejo más claro de lo que verdaderamente
somos como sociedad. Eso que no se grita en las plazas ni se transmite en cadena
nacional, pero que se escucha tras puertas cerradas, en miradas apagadas, en
silencios que duelen. Es una herida viva que sangra en muchos hogares, en ese lugar
que debería ser seguro y que, hoy más que nunca, exige atención urgente.
Según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública,
hasta septiembre de 2024, en Tamaulipas se registraron 6,362 denuncias por el delito
de violencia familiar. Y aunque la cultura de la denuncia ha crecido, también sabemos
que el verdadero número de casos podría ser mucho mayor. El miedo, la vergüenza, la
dependencia emocional o económica, y la normalización de la violencia siguen siendo
cadenas que inmovilizan, mordazas que impiden hablar. Lo que vemos en los datos
oficiales no es el total… es apenas la punta del iceberg.
De acuerdo a datos del Observatorio Ciudadano es en la zona sur del Estado donde la
situación es especialmente alarmante, tan solo en abril se abrieron 222 carpetas de
investigación por violencia familiar en Tampico, es decir, cada tres horas se registra un
nuevo caso. Y esto no son solo números: son hogares rotos, mujeres que viven con
miedo, infancias atravesadas por el dolor, familias desgastadas por el silencio.
“Es un tema que nos debería dar mucha vergüenza a todos”, dijo con razón el
coordinador del Observatorio. ¿Cómo es posible que una región con niveles educativos
e ingresos por encima del promedio nacional, con acceso a cultura, deporte y
recreación esté viviendo estos niveles de violencia en el espacio más íntimo y sagrado:
el hogar?
No es un problema de recursos. Es un problema de conciencia.
Porque esto no debe normalizarse. No es parte de una “educación firme” ni de una
“cultura dura”. Es el resultado de generaciones que repiten patrones, que heredan
gritos y perpetúan traumas. Y casi siempre, el origen está ahí mismo: en casa, ese
espacio que debería ser refugio emocional y no campo de batalla.
Hace poco escuché un testimonio que me estremeció: alguien que convivió con Julio
César Chávez contaba que, aunque era ídolo del pueblo, en su casa le decía “menso”
a su hijo, lo humillaba, no creía en él. Hoy, Julio César Chávez Jr. es el reflejo de esa
herencia emocional. Ni la fama, ni el dinero, ni los cinturones pudieron borrar lo
aprendido en casa.
Lo mismo quizá se pueda decir de Ovidio Guzmán, no nació siendo delincuente, pero si
creció en un mal ambiente. ¿Realmente él tuvo oportunidad de ser distinto cuando vivió

entre violencia, poder impuesto y un legado de sangre? Quizá, lo cierto es que a veces
la primera celda de una persona no es la prisión, es en su infancia, que quedan
cautivos en su entorno, repiten patones familiares de los que no logran liberarse.
El académico Ricardo Ruiz Carbonell lo explica con claridad: “Cuando los gritos,
insultos y maltratos son parte del día a día de un niño, eso afecta profundamente su
desarrollo físico, mental y emocional.” Y cómo no. Si lo primero que aprende un niño es
que el amor se mezcla con el control, que el respeto se impone con miedo y que los
conflictos se resuelven con golpes, entonces no estamos educando personas libres.
Estamos formando generaciones heridas.
La violencia familiar no se combate con más policías ni con más patrullas. Se combate
desde la raíz: desde la comunidad, la escuela, los medios de comunicación, las
instituciones, las organizaciones civiles, incluso desde las Iglesias. Desde los valores.
Desde el ejemplo.
Entre los factores que agravan la violencia están el hacinamiento, la falta de espacios
recreativos, la oscuridad en las calles, las adicciones y la desintegración familiar. Pero
también está el silencio colectivo. El mirar hacia otro lado. El pensar que “en todas las
familias pasa”, en normalizar las acciones violentas desde el hogar.
Urge poner atención para ir sanando sociedades, nuestro Estado necesita una cruzada
por la salud emocional de los hogares. La prevención de la violencia comienza en lo
más simple: en cómo hablamos, cómo escuchamos, cómo resolvemos, cómo amamos.
Porque si queremos un Estado más seguro, más justo, más humano, tenemos que
mirar hacia el lugar donde todo inicia: el comedor de nuestras casas.
Quizá no podamos cambiar el mundo de golpe. Pero sí podemos cambiar lo que pasa
bajo nuestro techo. Y si cada hogar se convierte en un espacio de respeto, amor
consciente y comunicación, entonces Tamaulipas tendrá una oportunidad real de sanar.
Que la próxima generación herede afecto y no gritos. Escucha y no amenazas.
Cercanía y no miedo.
Porque lo que se hereda en silencio… también puede romperse con valentía.