Por: Luis Enrique Arreola Vidal.

En la historia contemporánea de México, pocos episodios han condensado tanta tensión política, narrativa y jurídica como el enfrentamiento entre Claudia Sheinbaum y Jeffrey Lichtman, el abogado controvertido que defiende a figuras del crimen organizado mientras expone hipocresías en los sistemas judiciales.

Este no es un mero cruce de declaraciones: es el retrato de un país que navega entre la afirmación de su soberanía y las sombras de una justicia transfronteriza que aún ejerce influencia sobre sus asuntos internos, todo ello en un contexto de violencia electoral extrema y reformas institucionales controvertidas.

El conflicto estalló el 11 de julio de 2025, cuando Ovidio Guzmán López, hijo de Joaquín “El Chapo” Guzmán y heredero del Cártel de Sinaloa, se declaró culpable de cargos por narcotráfico en una corte federal de Chicago.

Este evento se enmarca en la elección de Sheinbaum en junio de 2024, la primera mujer presidenta de México, que ocurrió bajo un asedio sin precedentes del crimen organizado: entre 37 y 63 candidatos y figuras políticas fueron asesinados durante el proceso electoral, según reportes de Reuters y Stratfor, destacando la vulnerabilidad del Estado frente al narco.

A pesar de esta violencia(O gracias a ella), Sheinbaum obtuvo alrededor de 33 millones de votos, representando cerca del 59% del electorado, lo que refleja un respaldo masivo pero también la polarización en un país donde el 62% desconfía de las instituciones encargadas de combatir el narcotráfico, según encuestas recientes.
Lichtman, un litigante neoyorquino con un historial de defender a criminales de alto perfil, no se limitó a representar a su cliente.

En el juicio de “El Chapo” en 2019, Lichtman alegó un proceso injusto plagado de “plenty of errors”, incluyendo testigos “out of their mind” y supuestas manipulaciones por parte de fiscales estadounidenses, exponiendo fallas sistémicas en la DEA y el sistema judicial de EE.UU.

Similarmente, en la defensa de John Gotti Jr., hijo del jefe de la mafia Gambino, cuestionó la integridad de las autoridades federales, convirtiendo sus casos en plataformas para criticar la hipocresía institucional.

En este contexto, Lichtman cruzó una línea al calificar a Sheinbaum como “el brazo de relaciones públicas de un grupo criminal”, sugiriendo que el gobierno mexicano pacta con el narco mientras finge combatirlo.

Esta acusación no surge en el vacío: Lichtman, defensor de “Los Chapitos”, explota contradicciones gubernamentales, como la exoneración del general Salvador Cienfuegos en 2020 tras su arresto en EE.UU. por presuntos nexos con el narco, un caso que México reclamó y resolvió internamente, alimentando narrativas de opacidad.

Para entender la acusación de Lichtman, es esencial explorar el trasfondo de la guerra interna en Sinaloa, un conflicto que ha escalado dramáticamente desde julio de 2024.

Ese mes, Joaquín Guzmán López —conocido como “El Güero Moreno” o simplemente “El Güero” entre sus aliados— supuestamente traicionó a Ismael “El Mayo” Zambada, cofundador del cártel, entregándolo a autoridades estadounidenses en un aeropuerto de Texas junto con su propio arresto.

Esta traición desató una feroz lucha de poder entre las facciones de Los Chapitos (hijos de El Chapo, liderados por Iván Guzmán Salazar y Jesús Alfredo Guzmán Salazar, notorios por su extrema violencia) y los leales a El Mayo (la “Mayiza”).

La violencia se intensificó en 2025, con hallazgos macabros como los 20 cuerpos decapitados encontrados en junio en Sinaloa, marcando el mes más sangriento en la guerra entre cárteles.

Lichtman acusa al gobierno mexicano de proteger a la facción de El Mayo para mantener un equilibrio precario, mientras ignora o negocia con otros bandos, exacerbando la desconfianza pública y cuestionando la efectividad de las instituciones antinarco.

La respuesta de Sheinbaum fue inmediata y calculada.

El 14 de julio de 2025, anunció que el Gobierno de México presentaría una demanda por difamación contra Lichtman.

Al día siguiente, el 15 de julio, confirmó que la Consejería Jurídica del Ejecutivo Federal ya había interpuesto la denuncia en tribunales mexicanos, argumentando que las declaraciones no solo dañan su reputación personal, sino que faltan al respeto a la institución presidencial y al país entero.

“No vamos a permitir que se falte al respeto a México ni a su gobierno”, declaró la presidenta, rechazando cualquier diálogo con “el abogado de un cártel”. (En mi opinión personal fue un error que le contestara de inicio ella directamente).

Sin embargo, la decisión de litigar en México plantea desafíos jurídicos significativos.

Bajo estándares internacionales como el establecido en New York Times vs. Sullivan (1964), probar difamación requiere demostrar “malicia real” —conocimiento de falsedad o desprecio por la verdad—, algo casi imposible dado que Lichtman emitió sus declaraciones en EE.UU., donde la Primera Enmienda protege opiniones controvertidas.

Además, la jurisdicción mexicana podría no obligar a un ciudadano estadounidense a comparecer, lo que convierte la demanda en un gesto más simbólico que efectivo, y potencialmente contraproducente: Lichtman podría usarla para amplificar sus críticas en foros internacionales, desacreditar a México y ganar visibilidad.

Esta estrategia se ve influida por la herencia política de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), cuyo control sobre el gobierno de Sheinbaum es evidente: impuso alrededor de 30 funcionarios clave, incluyendo a Rosa Icela Rodríguez y Marcelo Ebrard, e incluso eligió su residencia en Palacio Nacional pese a sus preferencias iniciales.

La reforma judicial de AMLO, aprobada en 2024 y efectiva en fases hasta 2025, subordina el poder judicial al ejecutivo mediante la elección popular de jueces, la reducción de la Suprema Corte de 11 a 9 miembros y la eliminación de concursos por méritos, lo que ha sido criticado por debilitar la independencia judicial y facilitar el control narrativo en casos como este.

Esta reforma, heredada como un “veneno institucional”, socava la credibilidad antinarco de México y limita la capacidad de Sheinbaum para defender la soberanía de manera autónoma, ya que depende de estructuras que priorizan la lealtad política sobre la imparcialidad, dejando al país sin mecanismos creíbles para refutar acusaciones de pactos con el narco de forma transparente.

El perfil dual de Sheinbaum —su lealtad a AMLO versus su formación científica— añade complejidad.

En temas como la crisis energética, ha mostrado ambigüedad: mientras promueve la desprivatización de Pemex y CFE para fortalecer el sector estatal, también busca alianzas con privados para compartir riesgos y tecnología, como en los joint-ventures anunciados en 2025 que permiten a privados hasta el 10% de la producción de Pemex en ganancias compartidas.

Esta tensión pragmática —estatismo ideológico versus colaboraciones prácticas para eficiencia— se analogiza con su postura ante el narco: una firmeza pública en la defensa de la dignidad nacional, pero posiblemente abierta a negociaciones selectivas para capturas estratégicas, lo que podría exponerla a críticas de inconsistencia si no se maneja con transparencia.

Lichtman no se quedó callado. Redobló el ataque en redes sociales y entrevistas, tachando la reacción presidencial de “hipocresía” y “ridiculez”.

En su narrativa, Sheinbaum encarna la farsa de un Estado que presume combate al narcotráfico mientras pacta silencios con ciertos intereses.

Para sus seguidores, esta retórica es parte de su sello: exhibir la hipocresía sistémica y hacer trizas cualquier relato de pureza, como en casos previos donde expuso fallos en la DEA o fiscales estadounidenses.

Pero esta vez el pleito rebasó la anécdota.

Estamos ante un conflicto que ilustra varias fracturas profundas:

1.- El dilema de la soberanía judicial. 

Que la mandataria mexicana deba litigar su honor en cortes —incluso mexicanas, con limitaciones extraterritoriales— es un recordatorio de nuestra histórica dependencia.

No hay símbolo más incómodo, especialmente cuando Lichtman opera desde EE.UU., donde la Primera Enmienda protege opiniones controvertidas, y la reforma judicial mexicana ha sido acusada de politicizar la justicia.

2.- La tensión electoral y diplomática, acentuada por el doble rasero de EE.UU. 

En pleno arranque del mandato de Sheinbaum y con Donald Trump de regreso en la Casa Blanca, este episodio opera como un test de resistencia narrativa.

Trump, en su toma de posesión el 20 de enero de 2025, firmó la Orden Ejecutiva designando a varios cárteles mexicanos como organizaciones terroristas extranjeras (FTO), incluyendo al de Sinaloa.

Sin embargo, esta medida ha sido criticada por su hipocresía: mientras Trump amenaza con aranceles del 25% si México no frena el fentanilo y considera ataques con drones contra cárteles, su administración ha pausado tarifas tras negociaciones bilaterales, y hay antecedentes de que EE.UU. ha “negociado” con informantes o facciones del narco para capturas selectivas, como la entrega de El Mayo.

Sheinbaum ha denunciado este doble rasero públicamente, argumentando que EE.UU. etiqueta a los cárteles como “terroristas” para justificar intervenciones, pero ignora su propio rol en el consumo de drogas y el flujo de armas hacia el sur.

En palabras de la presidenta, esto no es cooperación, sino imposición que socava la soberanía mexicana.

Estratégicamente, Sheinbaum podría aprovechar este conflicto con Lichtman para renegociar acuerdos antidrogas, como en las pausas de tarifas anunciadas en febrero y marzo de 2025, donde usó diplomacia para manejar presiones por fentanilo y migración, fortaleciendo posiciones en el USMCA y iniciativas bilaterales.

3.- La disputa por la legitimidad. 

Sheinbaum sabe que su proyecto político depende de blindar su credibilidad ante un país que ha normalizado el cinismo.

Lichtman también lo sabe, y es ahí donde clava su puñal dialéctico, amplificando divisiones internas como la guerra en Sinaloa.

Con Morena controlando alrededor de 365 escaños en la Cámara de Diputados (73% según el INE), el gobierno tiene poder legislativo para reformas, pero esto también profundiza la polarización, con la oposición tachada de “antipatriota” por criticar la demanda.

Más allá del destino procesal —donde expertos dudan del éxito en México, ya que Lichtman podría ignorar la citación—, este pleito ya logró su cometido: convirtió la batalla contra el narcotráfico en un espectáculo de alto voltaje.

Y si algo distingue a Lichtman es su talento para convertir los tribunales en teatros y los expedientes en guiones mediáticos, exponiendo no solo hipocresías mexicanas, sino también estadounidenses.

Sheinbaum, por su parte, no parece dispuesta a ceder un milímetro.

Sus recientes declaraciones son inequívocas: “No vamos a permitir que se falte al respeto a México ni a su gobierno”.

Para una mandataria que busca diferenciarse de la retórica de concesiones de su antecesor, la pelea es también una declaración de principios.

Una reafirmación de que su proyecto no se arrodillará ante la intimidación ni la injuria, aunque su lealtad a AMLO y la reforma judicial planteen contradicciones internas que debilitan la credibilidad antinarco.

Sin embargo, el riesgo simbólico de la demanda es doble: por un lado, refuerza la imagen de Sheinbaum como defensora inquebrantable de la dignidad mexicana, posicionándola como una líder que no tolera injurias extranjeras y que prioriza la institucionalidad.

En redes, voces como las de analistas independientes ven esto como una “demanda estratégica” para contrarrestar a la oposición, que ha sido calificada por Sheinbaum como “antipatriota e hipócrita” por respaldar indirectamente a Lichtman.

Por otro, podría proyectarla como intolerante a la crítica, especialmente si la demanda se percibe como un intento de silenciar voces disidentes en un contexto de libertad de expresión.

Críticos, incluyendo figuras como Ricardo Salinas Pliego, han cuestionado la efectividad de litigar en México contra un abogado estadounidense, sugiriendo que podría exponer debilidades en la estrategia legal y alimentar narrativas de autoritarismo simbólico.

En un país donde la violencia electoral persiste y Morena domina el Congreso, este equilibrio es delicado: ganar en el relato público podría ser más valioso que cualquier victoria judicial, pero un fracaso podría acentuar la fractura interna y geopolítica con EE.UU.

Así se libra esta guerra de la dignidad. Un pleito de alto calibre donde no hay zonas neutrales: cada declaración es un argumento estratégico, cada silencio un cálculo, cada matiz una oportunidad para el contraataque.

Sin embargo, más allá del dramatismo, este duelo revela vulnerabilidades domésticas —como la opacidad en casos como Cienfuegos y la reforma judicial que socava contrapesos— que Lichtman explota con precisión.

Y mientras el abogado controvertido y la presidenta de México se acusan mutuamente de encarnar la corrupción, millones de ciudadanos contemplan este duelo como el espejo de un país atrapado entre la exigencia de justicia y la tentación del descrédito.

Nadie puede predecir qué pasará cuando el telón caiga. Tal vez la demanda sea archivada, tal vez prospere.

Pero el daño simbólico ya está hecho: en esta disputa, el verdadero juicio no ocurre en la corte, sino en la conciencia de una nación que ya no tolera la simulación.

Porque en México, la justicia no solo se decreta en un tribunal. Se gana —o se pierde— en la feroz batalla por el relato, donde las contradicciones internas pueden ser tan letales como las injerencias externas.