La R-Evolución..
Por: Rodrigo Pérez
Como decía Albert Einstein, “educar con el ejemplo no es una manera de educar, es la
única”. Esta frase nos permite comprender algo fundamental: el ejemplo arrastra,
forma, moldea.
Cada palabra que pronunciamos, cada actitud que mostramos, tiene un efecto
multiplicador en quienes nos rodean. Por ello, es fundamental ser conscientes de que
nuestras acciones hablan más fuerte que nuestras palabras.
Lo que una persona hace, sus decisiones, sus hábitos, su forma de tratar a los demás,
su manera de ver la vida, se convierte en un reflejo, en un modelo visible que otros
observan y, muchas veces, repiten. Somos espejos unos de otros. Así como
aprendemos a hablar por imitación, también aprendemos a amar, a reaccionar, a
resolver conflictos. Por eso, las conductas no solo son actos individuales: son mensajes
que enseñan, incluso cuando no hay intención de enseñar.
El comportamiento en los modelos de aprendizaje, especialmente en los niños y niñas,
es un legado que dejamos en cada interacción. Los niños aprenden por imitación y los
primeros a los que copian en sus acciones y actitudes son a los padres y a los
familiares que les rodean.
Desde hace más de un siglo, diversos pensadores han señalado cómo los
comportamientos humanos no ocurren en el vacío, sino que se modelan, se copian, se
imitan. Emilio Durkheim, a finales del siglo XIX, ya hablaba de la necesidad de reforzar
la cohesión social para evitar tensiones y conflictos. Gabriel Tarde, con sus Leyes de la
imitación, en 1890, advirtió cómo absorbemos conductas, buenas o malas, del entorno
que nos rodea. Y Edwin Sutherland, en 1939, explicó cómo aprendemos incluso las
conductas más destructivas, como la violencia, a través de la interacción con quienes
nos rodean. Esto nos dice algo importante: si el mal ejemplo contagia, el buen ejemplo
también puede sanar, construir y multiplicarse.
Por eso es urgente hablar del poder que tiene cada uno de nosotros como modelo de
conducta. Padres, madres, hermanos mayores, docentes, líderes sociales, servidores
públicos.
No hay discurso más potente que el comportamiento diario. Puedes dar un sermón de
mil palabras, pero tu coherencia tiene más fuerza que cualquier oración.
Como bien lo dice la sabiduría popular mediante sus refranes:
“De tal palo, tal astilla” o “Dime con quién andas, y te diré quién eres”. Son frases que,
aunque parecen simples, encierran una verdad profunda: somos el reflejo de nuestro
entorno y de las personas con quienes elegimos relacionarnos.
La influencia que recibimos y que damos en nuestras acciones define en gran medida
quiénes somos. Y aunque a veces los dichos parecen simplistas, es un hecho que la
sabiduría popular no se equivoca con expresiones como “Lo que uno siembra eso en el
futuro cosechara”. Recuerda todas tus acciones son una semilla que tarde o temprano
darán sus frutos.
Sin lugar a duda, hay una fuerza silenciosa que pesa más que las palabras, más que
las órdenes, más que cualquier discurso: el ejemplo.
Predicar con el ejemplo es la forma más auténtica de enseñanza. No se trata de
perfección, sino de conciencia. La verdad es que los actos cotidianos, pequeños o
grandes, son semillas que caen en tierra fértil, alguien siempre está mirando, alguien
siempre está aprendiendo.
Es un hecho, cuando una persona cambia para bien, alguien más se anima. Y así,
poco a poco, se va reestructurando el lastimado tejido social, porque no hay duda, el
ejemplo sí que arrastra.