Como haya sido, la elección judicial ya se consumó. México y Tamaulipas votaron —o más bien, no votaron— para elegir a quienes impartirán justicia en los próximos años. Lo que venga después será, como siempre, materia de resignación o de protesta… según de qué lado haya quedado uno.

Hasta este momento, ni el INE ni los órganos estatales han dicho el porcentaje oficial de participación ciudadana. Y francamente, ya ni importa. A estas alturas del partido, el dato es anecdótico. El fracaso participativo era tan previsible como el calor de junio.

La realidad es que este ejercicio no prendió ni con cerillos. El ciudadano de a pie no se sintió convocado por una elección que, aunque inédita, nació muerta. Lejos de entusiasmar, el proceso despertó apatía, confusión y, en algunos sectores, rechazo.

No veremos marchas, ni mítines con pancartas denunciando fraude. No habrá bloqueos ni toma de plazas públicas. Los derrotados aquí no son activistas, sino abogados; su lógica es de alegato, no de plantón. Así que lo que sigue será una guerra de impugnaciones discretas, litigadas con tecnicismos ante tribunales que, paradójicamente, podrían estar en transición.

Lo curioso es que la elección judicial termina generando la misma duda que pretendía disipar: ¿cómo confiar en la imparcialidad de los nuevos jueces si su acceso al cargo pasó por un proceso contaminado por intereses políticos y partidistas?

Porque, aunque nadie lo diga abiertamente, todos lo sabemos: El ciudadano sólo fue convidado para validar con su voto una lista ya cocinada.

Y sin embargo, se nos prometió que esto era para bien. Que ahora sí tendríamos un Poder Judicial renovado, incorruptible y eficaz. Como si cambiar la forma de llegar al cargo bastara para purificar a quien lo ocupa.

Habrá quien quiera convencernos de que este es un paso histórico hacia la democratización de la justicia. Pero la historia enseña que democratizar sin alfabetizar políticamente a la ciudadanía suele derivar en lo contrario: en populismo judicial.

¿Qué sigue entonces? Pues esperar al uno de octubre. Será hasta ese día cuando los nuevos juzgadores asuman funciones. Y ahí sí, comenzará el juicio real: el de los hechos, no el de las promesas.

Y ojalá no vayan a salirnos con el clásico “dennos tiempo”, o la ya muy sobada excusa de que “las cosas no cambian de la noche a la mañana”. Porque si algo vendieron con esta reforma fue la expectativa de un cambio inmediato.

Yo, por lo pronto, no espero milagros. Sería ingenuo pensar que un juez electo por voto popular será menos corrupto o más preparado que aquellos que asumían el cargo luego de superar rigurosas evaluaciones. La diferencia es que ahora podrá presumir legitimidad… aunque haya ganado con el 2 por ciento del padrón.

Pero bueno, como buen escéptico intento no cerrarme al asombro. Vamos a darle el beneficio de la duda a los nuevos impartidores de justicia.

Y si resulta que me equivoco —y ojalá así sea— lo reconoceré con gusto. 

De momento, mi pesimismo se mantiene en guardia. Porque el sistema no cambia con urnas, sino con voluntad. Y esa no se imprime en boletas.

Veremos si, ahora sí, nos toca el milagro.

ASI ANDAN LAS COSAS.

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