*.-Una mujer que vivió como quiso, amó como sabía… y partió dejando huella en cada alma que tocó.

Anita, así le decían con afecto los que la conocieron de verdad. No era solo un nombre: era una forma de decirle “te quiero” sin palabras, una caricia disfrazada de apodo. Nació con el destino marcado por la ausencia, porque la vida decidió arrebatarle a su madre cuando apenas tenía un año. Pero donde faltó una mano que la guiara, creció una voluntad que no se doblegó jamás.

Creció entre gallos de pelea y sabiduría popular, entre lo rudo del campo y la ternura que ella misma sembraba. Fue una mujer sencilla, pero jamás simple. Humilde, pero con una dignidad que hacía temblar a quien osara pasar la línea del respeto. Su alma era casa abierta: daba la mano sin preguntar, y si la necesitabas, ya eras de la familia.

Se casó joven, a los 19 años, con el amor de su vida: Luis Enrique Arreola Loperena. Con él formó un hogar y tuvo tres hijos. Hoy, yo —su primogénito y el único sobreviviente de nuestra familia Arreola Vidal— tengo el honor, y la responsabilidad, de contar su historia.

Mi madre no solo fue una mujer que vivió. Fue una mujer que decidió cómo vivir. Siempre me decía con una sonrisa que desafiaba al mundo:
“Yo hago las cosas como quiero, cuando quiero y a mi manera.”

Y lo cumplió. Lo vivió.

Amaba cantar. Amaba viajar. Amaba los caminos de terracería y los pueblos donde el café se sirve con historias. Era feliz entre lo sencillo y encontraba belleza donde otros solo veían polvo. No necesitaba lujos: le bastaba la risa de una amiga, una charla a media tarde, o ver el campo florecer.

A sus amigas las hizo hermanas. A sus visitas, familia. En su mesa siempre había café caliente, pan y conversación. Y en su corazón, espacio para todos.

Aunque dejó truncos sus estudios en Contaduría por formar su familia, años después desafió la lógica y retomó el camino académico. Llegó a obtener el título de Doctora en Ciencias de la Educación, no por ego, sino por pasión. Porque su espíritu era inquieto, curioso, inagotable.

Perdió a dos hijos —y con ello, un pedazo de sí misma—, pero la vida, en su ternura misteriosa, se los devolvió en forma de nietos. Un niño y una niña que llevan su sangre, su fuerza, y en uno de ellos, incluso su nombre: Anita. Y como su abuela, también prefiere que así le digan.

Tras la muerte de mi padre en 2008, su salud comenzó a deteriorarse. En 2012 enfrentó una cirugía cerebral que le dejó secuelas, pero jamás le arrebató el fuego del alma. Años después, la vida quiso que regresara a vivir con ella. Y descubrí que no era un retroceso… era una misión. Como dice la Biblia: “Desde el vientre, Dios tiene un plan para nosotros.” El mío era cuidarla. Ser su hijo, pero también su sostén, su compañía, su espejo.

El último año lo vivimos entre hospitales, esperanzas, oraciones y silencios. Pero también entre abrazos, recuerdos y una complicidad que ya no necesitaba palabras. Cuidé a mis padres como ellos me cuidaron a mí. Los vi partir, y con ellos, se fue una parte de mi alma. Pero también floreció un legado: el de la entrega sin condiciones.

Doña Ana —como la llamaba el padre Rubén Robles “El Gato”— era tan noble como fiera. Como la abuela Sara García en las películas mexicanas: imponente, respetada, amorosa, pero inquebrantable. Defendía lo suyo con la furia de quien ama sin medida. Y si tenía que poner a alguien en su lugar, lo hacía. No con gritos, sino con esa mirada que decía: “conmigo, no.”

Nunca dejó de ser Ana María Vidal de Arreola, con su apellido de casada como estandarte y orgullo. Nunca renunció a ser la mujer que fue: fuerte, leal, valiente.

Y sí, tuvimos visiones distintas de la vida. Discutimos, debatimos, nos distanciamos… pero jamás dejamos de querernos. Porque su amor era mi brújula, y yo, el faro que ella buscaba en la tormenta. Ella veía por mis ojos. Y yo, por los suyos.

Hoy descansa. Junto a sus padres. Junto al amor de su vida. Junto a mis hermanos.

Y aquí me deja. Con un vacío que no se puede llenar… pero con un legado que me toca honrar.

Porque si algo me enseñó mi madre, es esto:
La vida no se mide en años, se mide en valentía.
Y la suya, fue una vida valiente hasta el último aliento.

Mamita, bendiciones. Te amo hasta el cielo… y más allá.

— Tu hijo, con amor eterno.