Rutinas y quimeras
Clara García Sáenz

Tras de mi cerré la puerta, había apagado la computadora, el proyector y el aire acondicionado,
con el salón vacío me encaminé a las escaleras, ya no había alumnos, el semestre se había
terminado y todos esperaban la sentencia, una calificación después de haber trabajado unos al
100, otros al 50 otros al 30% y algunos sólo los había visto cuando iniciaron las clases, en esos
días donde el entusiasmo se desborda y todos se sienten capaces de alcanzar una alta
calificación.
Después las ganas de brillar van menguando, ya sea por el amor, el dinero, la familia, la
distancia o porque simplemente les parece más divertida la vida fuera del aula y se van
extraviando poco a poco hasta desaparecer o hacer solamente el mínimo esfuerzo para seguir
en la universidad.
Confieso que este es el momento más duro de mi vida como maestra, tener que tasar a
los jóvenes con una calificación, como si eso definiera todo el potencial que de alguna u otra
manera pueden desarrollar, pero también sé que eso es necesario hasta que los genios
pedagógicos encuentren formas más humanas de representar las capacidades de los
estudiantes.
Con sentimientos encontrados, un tanto porque no los veré hasta el siguiente semestre,
porque el diálogo académico se interrumpe, porque el aula es el lugar donde me siento más
segura y feliz, llegué a la comida que la facultad nos ofrece para festejar el día del maestro.
Desde una mesa que estaba en la esquina del salón, observé a todos mis compañeros y
recordé a mis profesores que en esa misma facultad me dieron clase, ya no estaban, esos a los
que yo consideraba sabios, intelectuales, con autoridad moral y ética. Pasados a retiro, sentí

temor al descubrir que quienes estábamos en esa comida éramos lo que ellos, mis maestros
fueron algún día y me aterró pensar si realmente nosotros podíamos ser para nuestros
alumnos, lo que algún día mis profesores fueron para mí. El peso de esa responsabilidad es
grande.
Solía decir una amiga profesora normalista que ella estaba convencida que todo
maestro que se para al frente de un grupo hacía su mejor esfuerzo dando clase, refriéndose a
que a nadie le gusta hacer el ridículo o quedar como ignorante y pensando en ellos, me he
convencido de que un docente haga lo que haga nunca escapará del ojo crítico del estudiante,
pero también de su reconocimiento si se logra remover sus pensamientos y sus sentimientos.
A lo largo de mi vida como profesora he aprendido mucho de mis alumnos, por eso me
molesta escuchar cuando otros profesores hablan mal de los jóvenes diciendo que no estudian,
que no leen, que son flojos, entonces pienso si ellos, los que los critican, se habrán hecho un
examen de conciencia.
La experiencia docente me ha enseñado que siempre hay sorpresas, problemas y
situaciones inéditas que hay que sortear con mente abierta, escuchar a los alumnos y tomar de
ejemplo a mis malos maestros que tuve a lo largo de la vida para no hacer lo que ellos hacían.
También sé que el afecto es importante, la empatía y nunca olvidar que muchos años
estuve del otro lado, soportando a muchos que han quedado en el olvido y emocionándome
con otros que guardo en mi corazón. A ninguno de mis maestros le guardo resentimiento, los
momentos difíciles, las diferencias, los desacuerdos, fueron sólo eso, momentos.
Solamente deseo de mis alumnos, sobre todo de mis alumnas, que lleguen lejos, que
logren sus sueños, que sean felices y que si me recuerdan sea por una frase o un gesto que
provoque en ellos alegría.
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