CONFIDENCIAL

Por ROGELIO RODRÍGUEZ MENDOZA.

                                       

La rapiña se ha vuelto una epidemia moral que avanza sin freno por las carreteras de Tamaulipas y del país entero. Un reflejo crudo y descarnado del deterioro social que normaliza el robo bajo el disfraz de la necesidad.

No importa si hay muertos en la carpeta asfáltica, heridos clamando ayuda o familias en shock por una tragedia. En cuanto un tráiler se vuelca o una camioneta queda inerte tras un choque, aparecen los depredadores. Se abalanzan sin pudor sobre las mercancías, como si fueran suyas por derecho divino.

El botín puede ser azúcar, cerveza, abarrotes, fertilizante o hasta muebles usados. La lógica del saqueo es una sola: “si está tirado, me lo llevo”. Una visión mezquina de la propiedad, alentada por años de impunidad y por la presencia pasiva —o francamente cómplice— de autoridades que observan sin intervenir.

¿En qué momento perdimos la brújula moral? ¿Cuándo se volvió costumbre que la tragedia ajena sea una oportunidad para enriquecerse con lo ajeno?

El caso reciente en la carretera a Padilla es emblemático. Un accidente brutal deja un muerto y varios heridos graves. Una de las camionetas transportaba mesas y sillas, y mientras los cuerpos eran atendidos por socorristas, los saqueadores ya cargaban con el mobiliario. Ni un atisbo de empatía. Ni una pizca de respeto.

Unos días antes, en la vía a Tampico, la escena fue aún más grotesca. Un hombre de 79 años murió mientras participaba en la rapiña de un tráiler volcado. La caja de la unidad le cayó encima cuando intentaba sacar costales de azúcar. No fue víctima del accidente, sino del acto posterior al accidente. Una muerte absurda y cruel.

Lo más grave es que todo esto sucede, en no pocas ocasiones, ante la vista de policías que fingen no ver. O que, en el peor de los casos, participan. ¿Qué clase de autoridad es esa que permite —cuando no estimula— el saqueo en plena vía pública?

Las excusas sobran. Que si hay pobreza. Que si la necesidad. Que si la oportunidad. Pero no. La rapiña no es hambre, es oportunismo. No es desesperación, es bajeza.

Y aquí es donde los diputados tienen una tarea urgente. Hay que legislar. Tipificar la rapiña como delito grave. Establecer agravantes cuando ocurre en escenarios de emergencia o con presencia de víctimas. Inhabilitar permanentemente a funcionarios públicos que la toleren.

No se trata de criminalizar a la pobreza, sino de restaurar un principio básico de civilidad: el respeto al dolor ajeno y a la propiedad ajena. Lo que hoy es rapiña en un accidente, mañana puede ser saqueo en una inundación o en un incendio. El paso de una sociedad solidaria a una sociedad salvaje es más corto de lo que creemos.

Tamaulipas no puede seguir viendo cómo su tejido social se deshilacha entre el silencio oficial y la pasividad legislativa. Ya basta.

Se necesita una respuesta inmediata, decidida y ejemplar. Porque cuando la tragedia se vuelve botín, ya no sólo estamos hablando de accidentes. Estamos hablando del colapso de lo humano.

En redes sociales, muchos celebran las rapiñas como si fueran hazañas urbanas. Se graban llevándose costales, cajas o electrodomésticos, sin un ápice de vergüenza. Y lo peor: esos videos reciben aplausos, likes y hasta defensas ideológicas que convierten al saqueador en víctima del sistema. ¿En serio ese es el modelo social que estamos validando?

Es tiempo de hablar claro: la rapiña no es folclor popular ni rebeldía contra la injusticia. Es delito. Es descomposición. Es barbarie. Y si no la frenamos ahora, terminará por normalizarse como parte del paisaje nacional, al igual que la corrupción o la impunidad. Esa sería nuestra verdadera tragedia.

ASI ANDAN LAS COSAS.

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