Por [seudónimo]
La tempestad se cierne sobre Morena. No ha pasado mucho tiempo desde que Claudia Sheinbaum asumió la presidencia y ya se percibe el hedor de la traición, la desconfianza y las puñaladas en la oscuridad. Lo que una vez fue la maquinaria indiscutible del lopezobradorismo, hoy se desgarra en luchas intestinas entre los que juran lealtad a la nueva mandataria y los que, en el fondo, siguen viendo en Andrés Manuel López Obrador al único líder legítimo del movimiento.
El espectáculo del pasado 9 de marzo en el Zócalo fue elocuente. Mientras Sheinbaum hacía su entrada triunfal, la plana mayor del obradorismo—Ricardo Monreal, Adán Augusto López, Luisa María Alcalde y, sobre todo, Andrés Manuel López Beltrán—se tomaban una foto, distraídos, ajenos a la nueva figura presidencial. ¿Accidente? ¿Despiste? No. Fue un mensaje. Un acto sutil, pero calculado, para marcar territorio: Morena sigue siendo del patriarca, y su hijo, “Andy”, juega ya el papel de delfín en la corte del poder.
Sheinbaum no la tiene fácil. Se enfrenta a una estructura política construida bajo la sombra de AMLO, donde cada pieza responde más a la voluntad de su fundador que a la de su sucesora. Su presidencia se asemeja a una monarquía hereditaria, donde el rey no ha muerto y sigue observando desde su retiro en Palenque, vigilando que la díscola heredera no se desvíe del camino trazado.
El fantasma del nepotismo y la debilidad presidencial
El reciente nombramiento de “Andy” López Beltrán como secretario de Organización de Morena dejó en claro lo que muchos sospechaban: el expresidente no piensa ceder el control de su movimiento. Su hijo, el hombre que en los últimos años operó en las sombras del poder, emerge ahora con un rol protagónico que solo puede entenderse como una jugada de posicionamiento a futuro.
Por si esto fuera poco, la ley contra el nepotismo, que se pretendía aplicar de inmediato, ha sido postergada hasta el 2030. ¿Coincidencia? No. Es el reflejo de una lucha interna donde la presidenta, lejos de imponer su autoridad, cede ante las presiones del aparato morenista. El mensaje es claro: la Cuarta Transformación es un proyecto familiar y de secta, no de Estado.
El espejismo de la unidad
El gran problema de Sheinbaum es que gobierna un partido que no le pertenece. No es fundadora de Morena, no es la líder natural del movimiento, y su autoridad depende de la indulgencia del verdadero patriarca. Morena se mueve entre dos lealtades: la del presente y la del pasado, y, en política, el pasado suele ser más fuerte cuando sus estructuras siguen intactas.
El tiempo dirá si la presidenta puede tomar el control total de su gobierno, pero los síntomas no son alentadores. La tibieza con la que ha enfrentado estos desafíos internos la delata: no tiene margen para confrontar abiertamente a la vieja guardia obradorista. Sabe que su única opción es administrar la herencia recibida sin desafiar a quien sigue siendo el tótem de la Cuarta Transformación.
Pero la política es despiadada. Y si algo nos ha enseñado la historia es que los líderes sin control absoluto terminan devorados por los suyos.
Sheinbaum ya recibió su primer aviso. ¿Entenderá el mensaje antes de que sea demasiado tarde?