Rutinas y quimeras
Clara García Sáenz

Entre las múltiples publicaciones periodísticas que se imprimían en Tamaulipas a
principios de los años 90, había una revista que cuando la vi por primera vez llamó
poderosamente mi atención porque no era como la mayoría de aquellos impresos cuyo
objetivo era facturarle noticias al gobierno del estado; ésta era una revista de poesía,
se llamaba “Reflejos” y la dirigía Nohemí Sosa Reyna. Recuerdo que era una edición
modesta de pocas páginas, pero su perfil cultural estaba muy definido, dándole una
gran cobertura a la poesía.
Conocí a Nohemí poco tiempo después, Juan José Amador me la presentó, ella
solía visitarlo en su oficina de la universidad y pasaban largas horas hablando de
escritores, libros y poesía. Entonces yo hacía el servicio social y me pareció muy
emocionante conocer a una poeta. Amador le tenía mucho cariño y con el tiempo yo
también aprendí a estimarla; cuando me quedé a cargo de la oficina de Literatura en la
UAT ella colaboró muy de cerca pero siempre cuidando celosamente su vocación de
poeta.
Había temporadas en que la perdía de vista, luego reaparecía contando que se
había ido de viaje, pero siempre volvía con su revista bajo el brazo o con algún libro
que acababan de publicar. Era muy común verla caminar por el centro de la ciudad,
encontrarla en un café o en algún evento cultural donde siempre hablaba de sus

proyectos literarios. Amiga de la comunidad artística de Victoria, Nohemí se volvió parte
de nuestro paisaje cultural.
Hace algunos días, tocó a la puerta de mi cubículo en la universidad, yo,
atareada con mil cosas, solo vi una silueta y sin fijarme quien era le hice la seña de que
entrara, dejando a un lado mis asuntos, volteé a saludar y mi sorpresa fue grande, era
Nohemí Sosa, me paré de mi silla y le di un gran abrazo, sentí mucho gusto, tenía
muchos años de no verla; platicamos largamente, recordamos un sinfín de anécdotas,
nos pusimos al corriente en las noticias y finalmente sacó del bolso su libro más
reciente “Travesía inmanente” un poemario de edición propia.
Me comentó que había ido al ITCA para ver si Héctor Romero Lecanda le
compraba algunos ejemplares pero que le habían informado que no se encontraba
porque andaba en la salutación; la habían pasado con la segunda de abordo, una
mujer que no la conocía y le dijo que no le podía comprar ningún ejemplar, ni siquiera
para ella, la poeta le había dado las gracias y salió de su oficina, me imagino,
impresionada por la indiferencia de la funcionaria. Entre risas le dije que no se lo
tomara en serio, que actualmente la gente que trabaja en las oficinas de cultura ni
sabe, ni entiende, ni conoce y ni siente.
Nos despedimos en la promesa de que nos veríamos pronto, cuando se fue
recordé a Juan Jose Amador y su sensible estilo con el que trataba a Nohemí, sentí
pena por los prepotentes funcionarios que no conocen a los poetas y nostalgia por
aquellos años en que la literatura era protagonista en los espacios públicos.
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