Victoria y Anexas/Ambrocio López Gutiérrez/

En la comunidad donde nací había un árbol añoso que durante las mañanas servía de punto de encuentro de los jornaleros que serían trasladados a sus lugares de trabajo. Más tarde serviría como terminal de un autobús destartalado que todos llamaban la petaca y que hacía varios viajes a la hoy cabecera municipal de El Naranjo. Por las tardes se convertía en centro de reunión donde los adultos fumaban y platicaban mientras los niños de entonces jugábamos a la roña, a los encantados o a las escondidas.

Aquel lugar tan evocado cada vez que regreso al país de mi niñez servía para los encuentros felices; a media tarde podían verse parejas platicando o haciendo discretos contactos. Los pequeños esperaban bajo la sombra del viejo cedro a sus mayores cuando regresaban del pueblo a donde acudían cada semana a comprar su despensa. También servía para las despedidas; la gente del rancho acompañaba hasta ahí a los familiares cuando se iban de viaje. Si ese árbol hablara contaría muchas historias.

Nunca me han gustado las despedidas pero en aquel lugar del rancho El Estribo me despedí muchas veces de mi madre cuando quedó viuda de mi padre. Tenía que salir a trabajar como doméstica. Ahí me despedí también después de que enviudó de su segundo marido (padre de mi único hermano) pero si las despedidas eran dolorosas, más sufría cuando me entraba la nostalgia, las ganas de verla y era cuando salía de casa de mis abuelos, caminaba hasta el viejo cedro y me sentaba bajo su sombra con la certeza de que la vería bajar de la petaca sonriendo y lista para abrazarme.

El lunes reciente fui a McAllen a ver a mi madre quien ha sido diagnosticada con cáncer de colon; nos recibió en la cama que ocupa en un centro de rehabilitación donde espera que los oncólogos y gastroenterólogos decidan si la operan, si le dan quimioterapia o si la mandan a casa. Días antes que estuve de visita me había encargado a mi hermano que rebasa los 60 años de edad pero es su hijo menor. Me pidió que no riñéramos porque ya no estará con nosotros. Aquella despedida me desagradó, como todas, pero me asusté porque con este adiós se acercaba el definitivo.

Toda la semana estuve conviviendo con mi madre, tratando de recordar temas agradables, divertidos pero no pude evitar que me volviera a encargar a mi hermano cuando ella ya no esté. Andrea Gutiérrez, La Chata para sus hermanos y primos, mi madre, languidece al otro lado de la frontera. Con serenidad nos pidió que, si no tiene posibilidades de éxito con la cirugía, optará por someterse sólo a cuidados. Con seriedad pero sin tristeza solicitó ser cremada y que sus cenizas se traigan a México. Ella vivió casi 50 años en el valle de Texas pero desea descansar en Tamaulipas. Con dolor en el corazón comencé a pensar en llevarla a Nuevo Morelos para colocarla en el cementerio donde descansan sus padres y algunos de sus hermanos o traerla a Victoria.

Como he abrevado en la cultura cristiana, sigo creyendo en los milagros y espero que mi madre se pueda levantar de esa cama; como católico espero la vida eterna con la seguridad que una persona tan buena como Andrea tenga un buen lugar en el paraíso que nos han prometido. Regresé el viernes por la noche a Victoria para estar cerca de mi numerosa prole (hijas, nietos y anexas) para recargar energía mientras Dios y la ciencia hacen su chamba. Mi hermano Alfredo está de guardia permanente en McAllen y yo esperando el milagro. Cuando vaya el viejo cedro imaginaré que baja sonriente del autobús para abrazarme y darme su amor infinito. Madre, que Dios te bendiga.

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