Nenúfares en el Septentrión

Por: Ana Juárez Hernández.-

Ojos bien abiertos, una sonrisa amplia, manos que sostienen con la fuerza justa, el sol rojo despidiéndose, las nubes rosadas, los pájaros migrando, el río y las garzas, el primer sorbo de café, el aroma de las gorditas tras la primera vuelta, los azahares en primavera…

Hace un año estaba pensando en jabones y desinfectantes, fui a la tienda y llené la canasta de nimiedades; me imaginaba acondicionando la Sala de Lectura “Juan José Amador” para recibir a sus usuarios; venía el Covid-19 a México y había que tener todo listo. Lysol, -por qué no-, algunas hojas para los letreros que ofrecerían antibacterial, pañuelos desechables y las cosas de siempre; lo que no sabía era que la vida cambiaría irreparablemente… A los pocos días, la Sala estaba cerrada con llave y mis ideas se había quedado en el tiempo pre-Covid.

Miro una y otra vez en mi memoria aquellos movimientos compulsivos durante las “necesarias compras” y se dibuja en mi rostro una expresión de auto condescendencia; el día de hoy, tan solo en México, nos faltan 200, 000 personas. Pasó el tiempo y llegó también el anunciado día en que “tendrá Covid alguien a quien conoce”.

No lo sé de cierto, pero estoy haciendo un recuento de daños desde aquella fecha en que se nos avisó el cambio de vida. Busco entre escombros, latas y letras; pedazos de espejo que sirvan para reflejar la luz que resguardé en el fondo de emergencia. Porque pasa que se me caen los hilos del teatro, y no los sé sostener de otro modo que no sea el de la palabra.

Porque no entendería esta pandemia que nos rodea, sin la lectura de rostros y letras que aparecen cada día. Porque necesito ponerle nombre al tifón emocional, para que así una parte de mí comprenda el vacío en los cuadernos, las pausas largas, las fotos vistas cien veces. Y también para hallar algún antídoto a los días nada.

A ratos me pongo a ver las noticias, leo los testimonios de quienes han estado frente al Covid, y no encuentro más remedio que buscar los lugares comunes: la sonrisa, las nubes, las arrugas en la frente de mi abuela, los pájaros del comienzo y también los cenzontles, todo el arsenal para recobrar la fe en que saldremos adelante, que dejaremos de habitar esta pandemia.

Esa es la prueba más difícil, aprender a habitar la pandemia, no hay mapa ni reglas; se llena el espacio diario de situaciones inesperadas y el refugio es el cariño, el respeto, el bello recuerdo de quienes nos tendieron la mano, de quienes son parte de la vida.

Recuerdo, -saco de mi colección-, el suave movimiento de la hierba en el borde del río San Marcos con los primeros destellos del sol sobre ella. El gesto atento de los señores que venden elotes afuera del IMSS, la crujiente migada de la Facultad de Comercio, la banca de cemento en que esperaba a mi hermana…

La tarea es llenarnos de lugares; beberlos, sentirlos, amarlos. Descubrir en ellos la fuerza para sortear lo que resta, para salvarnos del hastío, del frío, de la nada. La tarea es mirar a los ojos, saborear los bocados, bailar las canciones, podar las plantas, redescubrirse las caras en los espejos, bañarse de atardeceres, devolver las llamadas. Habitar a conciencia, los espacios comunes.

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