Por: Ricardo Hernández.-

Saida Sofía. – ¿Ya se te bajó la fiebre, Nicanor? ¡Qué susto me diste! No te imaginas la angustia que me hiciste pasar, de no haber venido a buscarte ¿qué hubiera sucedido contigo? Algo decía yo que te había pasado. Ayer te esperé en mi casa hasta las ocho de la noche y me extrañó que no llegaras, quedamos de vernos a las seis; como de costumbre tenía preparado el té de yerbanís. ¡Oh, Nicanor!, de haber sabido que te encontrabas enfermo de fiebre hubiera hecho hasta lo imposible para estar al pendiente de ti desde un principio. Con los fomentos de agua que te coloqué en la frente creo que aminoramos la enfermedad. ¿Te sientes mejor? Si no puedes hablar no lo intentes, lo ideal es que recobres las fuerzas, después ya me dirás que fue lo que te causó ese malestar.

Nicanor. – Ya me encuentro mejor, el aguijón de un insecto se quedó incrustado en el pulgar de mi mano izquierda, tuve una fuerte comezón durante la tarde, eso pudo haber sido la causa.

Saida Sofía. – ¿Aún tienes el aguijón en la yema del dedo?

Nicanor. – A simple vista no lo veía, luego cuando comencé a sentir calentura, intenté localizarlo por medio de la lupa; con una aguja removí algo que parecía una espina, sólo que me pinché el dedo y me salió sangre; bueno, lo cierto es que ya no siento el escozor.

Saida Sofía. – Quiero hacerte una pregunta, espero no te moleste.

Nicanor. – Después de haberme recuperado y de permanecer tú a mi lado, estoy para responderte, Zaida Sofía. ¿Tus ojos inquietos desean saber si tengo las fuerzas necesarias para explicarte? Te diré que me siento mucho mejor. Por cierto: ¿qué hora es?

Saida Sofía. – Casi amanece, van a ser las cinco de la mañana, faltan quince minutos. Llegué a tu casa pasadas de las ocho de la noche, no creo que lo recuerdes pues ya estabas afiebrado.

Nicanor. – ¿Qué es lo que deseas saber, Zaida Sofía?

Saida Sofía. – Llego a suponer que no fue el aguijón de ningún insecto lo que te hizo sentir mal, más bien creo que he sido yo la culpable de todo.

Nicanor. – No te entiendo, por favor explícate, tú no puedes ser culpable de nada. No pudiste causarme la fiebre, eso es mentira, no puedes decir eso.

Saida Sofía. – Nicanor tal vez sea mejor dejar el tema para cuando te sientas mejor, he sido indiscreta, ¡yo y mis interminables preguntas! No te encuentras en condiciones. Te pido me disculpes, voy a humedecer el paño, permíteme quitártelo de la frente.

Nicanor. – No te enojes, te lo suplico.

Saida Sofía. – Suéltame la mano Nicanor, voy a humedecer el paño.

Nicanor. – Antes debes hacerme la pregunta, vamos, hazlo, no permitas que sea grosero contigo. Pregúntame lo que deseas saber.

Saida Sofía. – Está bien, de cualquier forma, voy a humedecer el trapo, enseguida te explico.

Nicanor. – Está bien.

Saida Sofía. – ¿Por dónde empezar…? Acomoda bien la almohada para que no te lastimes el cuello. Bueno, estuviste gritando: “¡No, no mates a mi perro!, ¡por favor!, ¡no, por favor, no mates a mi perro!”  ¿Te dice algo esto? No hay necesidad de responder por ahora si no lo deseas, tal vez te amainará energías si lo haces.

Nicanor. – No, está bien. La fiebre debió traer a mi mente un viejo recuerdo, una triste historia que presencié hace ya tiempo cuando era niño, tenía alrededor de seis años, ya el sol se había ocultado en el horizonte; recuerdo que llegué corriendo hasta donde se encontraban como seis hombres jugando cartas bajo el techo de una enramada, parecían estar ebrios.

A escasos pasos de ahí una pared alta resaltaba a la vista por su color blanco, no recuerdo qué más había alrededor, pues, aunque lo intente traer a mi mente no podría.  Llegué corriendo hasta allí porque intentaba encontrar a mi amigo Lucas.

Recuerdo que jugábamos a las escondidas; en eso me di cuenta de que mi perrito me había seguido, era negro, parecía de peluche. ‘Repique’ era el nombre de mi perro, mi madre lo había escuchado por boca de unos estudiantes cuando discutían por un libro de Dostoievski. Repique meando la cola y con la lengua de fuera, se fue hasta donde se encontraban los hombres jugando cartas, acto seguido, comenzó a lamerle las botas a uno de esos hombres en particular.

Saida Sofía. – ¿Y quién era ese hombre?

Nicanor. – Era mi padre.

Mi padre se puso de pie, era un hombre alto y robusto; hecho una furia y sin decir “¡agua va!”, sujetó de la cabeza al perrito y lo estrelló contra la pared. El coraje de que Repique lo hubiera distraído por un instante lo orilló para que tras una especie de salvajismo se ensañara con él. De no haber estado la pared me pregunto contra qué hubiera estrellado al perro ¿contra mí?, quizá hubiera tenido mejor suerte y haber sobrevivido.

Frente a mi padre me encontraba yo de pie, inmóvil, con la boca reseca. Mis ojos estaban anegados en lágrimas, lágrimas que brotaban incesantes quemando mi rostro. A mi edad no podía creer que ese hombre salvaje fuera mi padre, que yo vivía condicionalmente bajo el mismo techo, que con sus monstruosas manos hubiera matado a mi pobre Repique; por cierto, aquella masa tibia, negra e inanimada dejó una estela de sangre sobre el suelo.

Fueron los segundos más espantosos que he vivido en toda mi vida. Mis ojos no podía cerrarlos por la cruel impresión. Una fuerza increíble salió de mi interior, entonces corrí hacia donde se encontraba Repique; agonizante, gemí: “¡Repique!, ¡Repique! Responde mi perrito chulo, ¡respóndeme mi perrito lindo!” Mi pobre Repique… nunca más…

Saida Sofía. – ¡Detente Nicanor, te lo suplico, ya no sigas! He provocado que llores y hacerte recordar algo amargo; esa no fue mi intención, por favor, ya no me expliques nada.

Nicanor. – Solamente permíteme que te diga algo más, de cualquier forma, me hace sentir más tranquilo.

Saida Sofía. – Como tú lo desees, siempre y cuando no te lastimes.

Nicanor. – Ese triste recuerdo brotó como una protesta por la muerte de tu perrito Krosti, no te sientas mal por ello, son cosas que pasan. Te agradezco que hayas podido estar al pendiente de mí, nunca lo voy a olvidar; eres lo que yo he imaginado que eres: un ángel.

Saida Sofía. – Solamente soy una mujer, trato de ser fuerte, pero a la vez sensible. Esta vez me tocó cuidarte, tú ya lo has hecho conmigo y no te negaste. Todo por el contrario estuviste en la mejor disponibilidad para hacerlo. Aquella noche que dormimos bajo el mismo techo me sentí segura, protegida, aunque egoísta por no haber compartido la cama contigo. Creo que dormí como una niña, profundamente, ni siquiera me di cuenta cuando te levantaste ni el momento en que abriste la puerta para irte a tu casa. Por ahora nada de tristes recuerdos. Descansa. Me tengo que ir, tengo sueño, nos vemos más tarde.

Nicanor. – Como gustes, muchas gracias por haber cuidado de mí.

Saida Sofía. – El sol se acaba de levantar, mientras que yo apenas pienso en dormir.

¡Hasta pronto!