Rutinas y quimeras
Clara García Sáenz
Cuando había una fiesta familiar tenía por costumbre llegar temprano, pararse en la cocina y a
manera de saludo decir con su delantal doblado en el brazo, “¿qué hay que hacer?” Pertenecía
a una larga estirpe de mujeres cocineras que gozan de gran prestigio en la región maicense del
El Cañón, un lugar compuesto de diversas rancherías donde su fama e influencia viene de
muchas generaciones atrás.
El asado, el mole, las papas con chile, las gorditas de horno, los tamales entre otras
muchas delicias culinarias los preparaba de memoria, al cálculo, echando puños de esto y
puños de lo otro, todo molido en metate y en molino de mano, nada de licuadora ni estufa,
todos los ingredientes los tenía en la memoria, las cantidades, los tiempos de cocción.
Murió a los 90 años, caminando, sin hacer cama como se dice en el rancho, preocupada
porque las borregas se habían salido del corral y no habían vuelto, matriarca de una casa
habitada sólo por mujeres, donde ella fue cabeza de una familia compuesta por su nuera y sus
nietas después de la ausencia de su hijo que las abandonó para quedarse a vivir en Estados
Unidos.
Tía Julia conoció muchas veces el dolor y la pérdida, la más reciente, ver morir a una de
sus nietas de COVID después de que todas en su casa lo habían superado. No era una mujer
triste, siempre reía como las mujeres de su generación que saben que, a pesar de todo, la vida
sigue.
La conocí en casa de mi cuñada Felipa hace mucho tiempo, nunca faltaba a los festejos
familiares, siempre llegaba desde el rancho a ayudar, platicaba pausado, pero cuando se hacia
cargo de las cazuelas y la lumbre todo mundo le obedecía, con su voz baja y su caminar
pausado, estuvo ahí haciéndose cargo cuando murió Rosa y doña Felipa, cuando hacía falta,
ahí estaba ella.
Desde el día en que me enteré de su muerte, he recordado muchos momentos donde
coincidimos, pocas cosas platicaba, pero siempre contagiaba su ánimo, recordé también a tía
Petra, esa gran cocinera que preparó el banquete de mi boda. Su presencia en las fiestas era
un lujo, sus sazones eran codiciados en las grandes celebraciones rurales, mujeres que no
necesitaron títulos de chef ni recetarios complejos, sino solamente el conocimiento ancestral de
la cocina, heredado de generación en generación.
Ninguna de ellas era mi tía de sangre, pero era un título de reconocimiento y respeto,
por sus saberes, su carga ancestral, por su autoridad moral y matriarcal.
Cuando alguien anciano muere, los roles familiares se mueven y las nuevas
generaciones les toca tomar los lugares que quedan vacíos, por eso cuando los conocimientos
se heredan quienes vienen a ocupar los lugares de quienes se van están entrenados para
continuar el conocimiento ancestral, así, cuando le pregunté a mi sobrina Angélica que quién
tomó el lugar de tía Julia a la hora de cocinar en su funeral me dijo “pues todas, nos pusimos a
cocinar y entre todas fuimos completando las recetas, pero durante todo el proceso, en la
cocina haciéndolo en silencio, a veces con lágrimas en los ojos descubrimos que ella estaba
ahí dirigiendo, todas nos dimos cuenta y sin decir nada guisamos sabiendo que ahora nos toca
hacer todo como ella nos dijo”.
Esta es quizá la mejor forma de preservar la memoria y honrar a tía Julia, por cierto,
cuando llegó su cuerpo al rancho, las borregas ya habían regresado y la estaban esperando.
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