Reflector/ Gilda R. Terán.

A  nivel mundial 800 mil personas se suicidan  anualmente, es decir, se registra una muerte cada 40 segundos, a esta alarmante cifra debe agregarse las tentativas de suicidio de las que pese a que no se tienen mayores datos, se estima son numerosas.

El suicidio es un problema de salud pública, y es que personas con afectaciones mentales, emocionales, espirituales, otras con problemas sociales, económicos, amorosos, etc. recurren a esta salida,  no hay una causa única ni tampoco un grupo especialmente afectado, a la par  países ricos y pobres se enfrentan a un grave problema  que se puede prevenir, tal y como señala la Organización Mundial de la Salud (OMS).

El impacto de este  tipo de muerte, en las familias, amigos y comunidades es devastador y de amplio alcance, desafortunadamente, a pesar del incremento en investigación y conocimiento sobre este problema y su prevención, el tabú y el estigma a su alrededor persiste y con frecuencia las personas no buscan ayuda por sí solas.

Entre otros factores que contribuyen a la conducta suicida, pueden ser hechos como  los desastres naturales, la guerra y los conflictos armados destruyen el bienestar social, familiar y la seguridad financiera y laboral de las personas, tomando en cuenta el  estrés que generan estas situaciones y su impacto en la salud hace que muchas personas quieran acabar con su vida.

La muerte en esta forma es una tragedia;  porque después de que ocurra es muy difícil que el entorno de la víctima (padres, cónyuges, amigos, etc.) no se hayan planteado si podría haber hecho algo más, si tiene cierta responsabilidad, es un tránsito difícil y el duelo varía de una persona a otro, hay que hacer esfuerzos en este terreno.

No se puede dejar de lado a los seres queridos de la persona que se ha optado por esta salida,  el suicidio es, probablemente, la muerte más desoladora que existe,  a los familiares, además del dolor de la pérdida, les queda con frecuencia saber  el motivo real  del fallecimiento y el sentimiento de culpa por lo que se pudo haber hecho y no se hizo.

El sustento de la fe.

Cuando todo parece terminarse y el panorama es de lo más oscuro, cuando la vida parece haber perdido su significado y no hay más nada que hacer; cuando nos sentimos acorralados por fuerzas superiores a las nuestras, surge la esperanza como recurso final para encontrar un nuevo rumbo.

Cuando la tenemos se desencadena en nosotros un deseo de luchar, un ánimo especial para afrontar cada una de las actividades cotidianas, incluso las más difíciles.

Ella nos permite adquirir el fuerte deseo de seguir adelante cuando nuestras fuerzas nos abandonan y la voluntad necesaria para renunciar a nuestros sueños aun cuando el camino es una cuesta casi imposible de remontar.

Es por eso que la esperanza da sentido a la vida, ya que es un detonante para ponernos en marcha y enviarnos a trabajar con fuerza detrás de un ideal.

En la práctica trabajamos, nos movemos y actuamos porque tenemos la esperanza de llegar a alguna parte, de lograr un objetivo, de alcanzar una meta o hacer realidad un sueño.

De tal forma que nos ayuda a soportar ciertos momentos de la vida en que la dificultad amenaza con destrozarnos el cuerpo y el ánimo. Además, nos brinda consuelo como un bálsamo en la herida y nos ayuda a pasar esos momentos de angustia en que parece que todo terminará y no resistiremos.

Cuando tenemos fe se apodera de nosotros la convicción de que nuestro deseo ya ha sido concedido, es por esta razón que creer es la base de la esperanza porque la convicción y certeza es su sustento.

Nos vemos hasta la próxima.

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